María de Jesús, la cantante cubana que compartió escenario con Johnny Cash y Bonnie Tyler

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Cuando las ruedas del avión tocaron finalmente el asfalto, sintió esa sacudida extraña que le subía desde el estómago durante cada aterrizaje. Ni siquiera después de tantos años de viajes por el mundo había logrado superar esa sensación incómoda, aunque en el fondo sabía que esa vez los nervios tenían un origen distinto.

Había pasado más de ocho horas en el aire y se sentía cansada, pero saber que estaba de nuevo en casa era suficiente razón para reanimarse. Trece años después de la última vez que lo había respirado, el aire de Cuba le dio la recarga que necesitaban sus baterías.

La señal anunció que ya podía desabrocharse el cinturón y comenzar a recoger su equipaje de mano para disponerse a abandonar la aeronave. Poder bajarse de aquel “tubo” metálico y la ansiedad por ver qué se encontraría allá afuera, hicieron que a María de Jesús López le saliera una enorme sonrisa.

En ese momento, quizás haya recordado Todo el mundo canta, el programa de talentos que le permitió, décadas atrás, salir por primera vez en la televisión nacional; o el tema Si te vuelvo a amar, al cual ella misma describió mucho después como un símbolo de amor que la había acompañado toda la vida.

Pudo reír pensando que había terminado en el tercer puesto de la edición correspondiente a 1982. Lo más curioso es que esa tendencia le acompañaría varias veces más en otros concursos como el Adolfo Guzmán y el Festival Orfeo de Oro en Bulgaria. No obstante, eran hechos que terminaban convertidos en pequeñeces cuando recordaba el enorme cariño que le llegaba desde la audiencia cada vez que compartía su arte.

Visto en perspectiva, mucho después sí que ganaría, cuando le dieron la oportunidad de compartir escenario con gente como Johnny Cash, Gipsy Kings, Birgit Nilsson, Bonnie Tyler, Boney M, Richard Marx, Boy George y Lill-Babs.

Mientras recorría los pasillos del aeropuerto rumbo a la aduana, pudieron pasarle por delante los momentos en que aún no era, ni de lejos, una figura conocida, sino la niña nacida en Fomento y criada en Placetas, que soñaba con ser la voz femenina del cuarteto Los Zafiros.

Su primer contacto con la música había sido mediante su abuelo por parte de madre, un viejo canario que le enseñó a disfrutar la magia del tres y, además, la pasión por sacarle música a un instrumento. Años después, en el conservatorio, fue la guitarra su primera compañera de melodías. Luego haría varios covers de temas de la afamada cantante española Massiel, junto a los hijos del gran Chaflán. Muchos llegaron a apodarla con el nombre de la hispana.

Más tarde se daría cuenta de cómo cambian las cosas cuando se es joven, y luego, en cuestión de poco tiempo, dejaría de hacerle tributos a Massiel y empezaría a insertarse en el mundo de la nueva trova y las canciones del repertorio latinoamericano.

Más tarde, Europa le abrió las puertas y los ojos. Hasta allí se llevó las enseñanzas de sus maestros Rafael Somavilla, Nelson Dorr, Rey Fernández, José Luis Pacheco y Juan Elosegui, entre otros, y demostró que, a pesar de su pequeña talla, podía sacudir un escenario entero con el poder de su voz y sus sentimientos.

Siempre había sido feliz de poder aprender y compartir. Tal vez eso la había llevado a estudiar y dominar varios idiomas: inglés, ruso, italiano, rumano y hasta un poco del complicadísimo húngaro. Imaginó también que esa curiosidad e inocencia por la vida, además de su talento, había sido lo que enamoró a Stefan Kovacs y lo hizo declarársele.

Nunca olvidaría el momento en que conoció Suecia, el país de su esposo. Todo le parecía infinitamente distinto y ajeno a lo que había visto, pero logró hallar un lugar para asentarse y crear una familia. Aquello le había costado que los extremistas de entonces en la Isla la “sancionaran” a la cuasi erradicación del panorama mediático de su tierra natal.

Durante el recorrido por la carretera hasta el centro de la ciudad, tal vez revivió el suyo por varias partes del planeta. Finlandia, Rumanía, Hungría y Estados Unidos son las paradas de esa etapa que debió pasar fuera de su país, como resultado de las incomprensiones de unos pocos. No obstante, en esos años, el nacimiento de su hijo Pedro y su fe inquebrantable le aliviaron los dolores del alma y le dieron fuerza suficiente para mantenerse a flote.

Como quien no quiere las cosas, pensó que estaría bien tener una casita en las afueras de la ciudad. Luego, sentada en el portal de su “finquita” del Cotorro, volvió a reírse de las vicisitudes, la burocracia, los terceros lugares, el frío europeo y el acento húngaro. Aunque todo eso había marcado su vida en algún punto, ya no lo hacía más (bueno, el húngaro un poco sí). Ahora podía estar tranquila, pues sabía que nada ni nadie podría evitar que pasara los últimos años de su vida en el sitio que extrañó tanto.

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