Crónica del buen amor

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Foto tomada de Freepik (Ilustrativa).

Estuve todo un año enamorado de Katiuska. Ahora ya no me da vergüenza decirlo ni recordar que mi primer amor fue esa niña de séptimo grado con la piel manchada por el sol, que disfrutaba meterse la punta del lápiz entre las divisiones de los dientes. La gente de la Secundaria le decía de todo a Katiuska, porque era gaga y disléxica hasta el sofoco. Cuando hablaba, pocas veces, cualquier comemierda le tiraba de su trenza china para que destrabara; le hacían ese sonido con el que se azora a los perros y ella quedaba allí, pobre, con ese nombre suyo como el de las botas rusas; la cabeza baja y los dientes teñidos por el grafito. Apenas si podía decir su nombre completo. Por eso la primera vez que hablamos solo dijo: “Me llamo Kati”.

No sé qué será de ella ahora, quince años después. Algunas veces recuerdo sus tetas radiactivas, grandísimas, que me enfermaron durante un año; las primeras tetas que toqué en la vida. Es poco probable que todavía juegue con la punta de un lápiz entre sus dientes, pero prefiero recordarla así, con su sonrisa al carboncillo hoy que ya no me da pena decir cuánto y cómo la quise algunos meses de mi adolescencia, y que a pesar de ser gaga la entendí como a pocas. Quizá porque era buena, Katiuska, con su mar de inocencia y ese tufillo de las axilas que le brotaba en los abrazos y a ella no le importaba. Hoy digo que amé muchísimo sus cambios de consonantes y ese olor de su cuerpo como recién salido de un río.

Aunque todo lo anterior valga poco si cuento cómo la dejé una tarde de junio en el parque, y cómo lloró sentada en el tiovivo, pobre, sin poder decir nada porque cuando estaba triste se le amotinaban las palabras, y solo le quedaba aquel lenguaje de suspiros. Aquel día, después de mirarla un poco, me fui. Ya no aguantaba la pena de verle caer las lágrimas en la barriga.

Lo que me avergüenza ahora es decir que solo quise a Katiuska mientras fui gordo, cuando la gente me gritaba “cara de papa” durante aquel séptimo grado para el olvido. Ella igual me quiso así, con esa complicidad de los desdichados. Pienso que antes —quizá todavía— fuimos el uno para el otro. Pero eso no me importó aquel día en que le reventé sus sueños en la cara, justo cuando había aprendido a decir “te amo” de una sola vez…

Camila fue la razón, la muy zorra. Antes había escupido el lugar por donde yo pasaba. Me deseó luego, cuando me despuntaron los bíceps después de unos meses de esmero físico y cientos de pesas. A esa edad las chicas actúan así: recompensan los esfuerzos. Y yo estuve demasiado presto a quererla, por ser ella rubia y de saya liviana, por bailar tan lindo durante los recreos. No sospeché entonces que en tres meses me dejaría por Mandy, a quien el padre le había comprado una karpaty y se paseaba por ahí, a la salida de la Secundaria y hacía zigzags con su moto y la aceleraba duro, para que sonara alto. Las chicas rogaban por montarse. También Camila, aunque yo lo supe a los tres días; fui la burla de todos. No era gordo entonces, pero sí más estúpido.

Al final, la vida ubica a todo el mundo donde le corresponde: Mandy está preso por robo. Camila tiene 27 años y dos hijos; los golpea todos los días para gastar el rencor que siente por el padre de los niños, un tipo que salió una mañana para su trabajo, y llegó a Ecuador. El que fue su marido hoy vive en Estados Unidos, tiene otra familia. Camila pinta uñas para sobrevivir.

De Katiuska, de Kati, todavía no sé nada. La he buscado en Facebook, he visto ese mismo nombre repetirse en una docena de otras personas. No sé si tiene un perfil; de tenerlo, seguro muestra otro nombre. Razones tenía para ocultarlo…

Pero yo debí saber que desaparecería aquella tarde cuando fue a mi casa y me pidió fuera en la noche, a las 9 p.m., al mismo parque donde cuatro meses atrás —y ante la posibilidad de Camila—, le reventé sus sueños en la cara y la dejé tirada en un tiovivo.  Yo fui, debo decirlo, de mala gana, sin pensar entonces cuánto podría extrañar luego, durante tantos años, a Katiuska. Cuando uno tiene catorce años las despedidas no son más que trámites, uno tiene esa sensación de que en la vida nada tiene final.

Llegué a la hora exacta, en modo compasivo, preparado para esa tristeza que siempre hacía gaguear a Katiuska. Fui hasta el tiovivo y me senté allí, listo para la bondad fría, para acariciarla un poco, decirle que la quería mucho; abrazarla y respirar su olor a río. Katiuska jamás apareció. En el tiovivo encontré una nota y un CD con el rótulo “Kati”. El CD tenía grabado el álbum Vida Loca, de Pancho Céspedes; la nota, 34 palabras apenas.

***

Katiuska, en 15 años he tenido cinco parejas; he dejado y me han dejado, he sido víctima y victimario. He querido mucho, muchas veces, y he recibido poco. Quince años después de tu partida, del disco de Pancho Céspedes, tengo en la piel las mismas manchas de tu tristeza. Todavía escucho Vida Loca entre tanta angustia, y recuerdo el tiovivo amarillo y aquella despedida de 34 palabras, las mismas que, ya sabes, están escritas aquí… Hace unos días mi madre encontró en un cajón una mitad del CD roto, la parte con tu nombre rotulado en rojo. Me lo enseñó; dijo, con media risa: —Oye, ¿recuerdas a esta niña…? Ya ves que sí.

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3 Comentarios

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  1. Este texto me ha hecho el día. Yo creo que todos guardamos un amor así, muy dentro. Un amor que toma forma de cartas, canciones, emociones y lágrimas. Un amor que se nos fue sin siquiera saber que el último beso y el último abrazo, eran precisamente los últimos.

    1. Así mismo es. Eso sucede mucho, sobre todo en la adolescencia. Varias personas viven experiencias que las marcan para toda la vida ¡¡¡Gracias por leer!!! Excelente día para ti.

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