#checkpoint: «Punch Club»: a golpes con los problemas

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Punch Club. Foto: Lazy Bear Games.

Cuando escribí sobre Graveyard Keeper: Breaking Dead, descubrí que ese título era el segundo del estudio Lazy Bear Games. El primero, rebautizado Punch Club (2016), inicialmente se llamaba VHS Stories, en claro homenaje a las cintas de videos que circularon por medio mundo entre los ochenta y noventa, y popularizó aún más el cine, sobre todo el de acción (también conocido como «una de patadas y piñazos») y sacralizó a Bruce Lee, Chuck Norris, Stallone, Bruce Willis, Van Damme, Steven Seagal y Arnold Schwarzenegger. Sí, quien escribe vivió en una sala de video buena parte de su infancia, y aunque no recuerdo muchas de esas películas a la perfección, sí tengo grabado a fuego el lleno total que provocaban esos nombres.

Y así terminé enganchado de mala manera con Punch Club: Dark Fist. Al ser un simulador de peleas, donde nos encargamos de entrenar al avatar e indicarle qué movimientos debe usar en el combate, la sensación de avanzar, incluso cuando perdemos o nos lesionamos, está presente en todo momento. Como una buena historia de superación, al estilo Rocky, Karate kid o No retreat, no surrender (obviemos si son buenas o malas), el entrenamiento, los consejos del maestro, y en el caso del videojuego, las estadísticas que aumentan o nuevas técnicas aprendidas, todo el tiempo sentimos que el personaje está mejorando. Para ser honesto, la primera vez que abrí el juego me lancé en modo hardcore. No hubo forma de que avanzara de determinado punto; aun así, el sistema de competición y los pequeños rewards con las derrotas me mantuvieron esperanzado (por desgracia, el modo difícil no está diseñado para eso). Otro aspecto que influye en esta capacidad para mantener nuestra atención está en las diferentes historias. Si bien nuestro objetivo es convertirnos en campeones y, de algún modo, vengar a nuestro padre (asesinado en la escena inicial, como dictan los cánones de la serie B), cada vez que conocemos a un personaje, una nueva línea de interés surge. Nuestro amigo Roy y su hermana Adrian; Bobo y Mickey en sus tráilers; Don, el mafioso de turno; Taylor y sus peleas callejeras; Casey y su pizzería, o la ola de crimen que invade a la ciudad y que nuestro personaje decide combatir como el enmascarado Dark Fist. La sensación de inmensidad, a pesar de ser una zona pequeña con lugares predeterminados, ayudan muchísimo a que nos embarquemos en un largo viaje.

Punch Club: Dark Fist tiene una estética pixel art que rinde homenaje a los cartuchos de Nintendo, videojuegos que nos hicieron gastar horas y enamorarnos de imágenes a través de píxeles. Con una identidad propia a partir de este estilo, la obra rusa nos regala muchísimos guiños cinematográficos a través de fondos de escenarios. John Travolta y Samuel L. Jackson tomando un café en la pizzería; la sala de trofeos donde nos recibe el maestro, que más bien son fragmentos de nuestra infancia y juventud (el sombrero de Raiden, el traje de Shredder, la indumentaria de Indy, entre otros objetos); el chinatown, que destaca más por el espectacular decorado (con sus clichés); la ubicación del mafioso, sentado en un café, en aparente soledad. Olvidé mencionar que muy pocas acciones consumen tiempo dentro del juego; quedarnos quietos en un sitio en específico o conversar con los personajes no lo hacen, por lo que podemos pasar un buen rato intentando encontrar cada guiño o disfrutar de cada diálogo. Parece una tontería, pero haberlo diseñado de esta forma, con esa oportunidad de disfrutar sin penalizaciones, nos da una idea de cuánto mimo pusieron en cada pantalla.

La música también está pensada desde el cliché del cine ochentero. El tema principal, todo el tiempo buscando motivación; la de los combates, con un ritmo más acelerado y cierto suspenso; la de los misterios o revelaciones, mucho más mística (con razón se titula así); o la de nuestro viaje a Rusia, muy fácil de relacionar con ese territorio. Es impresionante cuánta calidad tiene cada uno de los apartados del debut de Lazy Bear Games (que nada tienen de perezosos).

Otro tipo de homenajes a la cultura pop de los ochenta y noventa está en los nombres de los personajes, o su forma de expresarse. El tal Casey le envía pizzas a unos cocodrilos mutantes que habitan en las alcantarillas. Mickey, quien vive en un tráiler, no es capaz de pronunciar dogs, sino dags, al igual que el personaje de Brad Pitt en Snatch: Cerdos y Diamantes; Tyler nos invita a pelear en la calle con desconocidos para probarnos a nosotros mismos mientras habla de la capacidad de autodestrucción del individuo, como Brad Pitt en Fight Club. O el tal Ivangieff, ruso igual que cierto personaje de Street Fighter. Es un desfile de nombres, ya sea de boxeadores reales o personajes secundarios de alguna cinta, todos con alguna ligera modificación pero siempre fáciles de identificar.

En cuanto al sistema de combate del juego, tenemos tres caminos a elegir: la fuerza bruta, la agilidad o la resistencia, cada uno con un árbol tecnológico bien complejo y del cual debemos elegir con cuidado para no ralentizar el progreso. Estas posibles elecciones, junto a la táctica seleccionada en dependencia del rival, del round en que estemos, de la energía o puntos de vida del adversario, le dan cierta profundidad y obligan a buscar un equilibrio a la hora de desarrollar al personaje. Aunque no lo parezca, la estrategia es fundamental en todo momento.

Una anécdota interesante relacionada con el juego ocurrió durante su lanzamiento. El estudio ruso y su Publisher crearon un evento en Twitch donde, a través de su canal, permitían a los usuarios dar órdenes al avatar. Prometieron que, si lograban ganar el juego, publicarían su obra, y si no lo lograban, igual lo harían el 26 de enero. Ese anuncio se hizo el 7 de enero. Treinta y seis horas después, Punch Club estaba a la venta. La obra ha vendido más de 300 000 copias, y ha sido descargada de forma ilegal, para PC y móviles, más de un millón de veces. El mismo día que implementaron el idioma portugués, se descargaron 11 mil copias piratas.

A estas alturas deben quedar pocas dudas: la pornonostalgia casi nunca falla, mucho menos si está hecha con humor, calidad y amor.

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