Bertolucci pagó demasiado caro la mantequilla en la violación de Maria Schneider y las tetas de Eva Green y los genitales masculinos en Dreamers. Todo comenzó, dicen, en el desayuno de Marlon Brando. Todo comenzó, dicen, con una tostada. Maria los denuncia a todos: Maria contra el macho dominante y el director hiperrealista. Después vino Novecento. Novecento es el filme donde Orestes amenaza con irse a protestar en calzoncillos a Roma y luego, en algún momento, Bertolucci, tan de izquierdas, predice la acefalía en las debacles futuras:
-Dícelo, Carlino, nosotros somos tontos. Los curas te mantienen y después de tres o cuatro años, una patada en el culo y ¡Viva Lenin!
-¿Qué Lenin? ¡Miren cómo estamos! Ya no hay casa del pueblo. Ya no está la Liga, ni siquiera hay periódico.
-Toma el periódico, mira, mira: esta es la prueba de que hay compañeros que lo han escrito e impreso, arriesgándose a la cárcel. Mira por cuántas manos ha pasado. Apréndelo de memoria. Apréndelo, porque cuando esté destrozado, entonces te tocará a ti contarle a los demás lo que había escrito.
-Sí, me lo aprendo de memoria ¿pero cómo vamos a seguir adelante sin la Liga, sin nadie que nos guíe? Di la verdad, Olmo. Estamos solos: si protestas, te meten en la cárcel, ¿cómo vamos a seguir adelante sin el Partido?
-El Partido, sí, vaya excusa.
Lo que sigue detrás de «vaya excusa» ha condicionado a generaciones enteras. De manera cíclica y exuberante. Si lo dejo ahí es porque prefiero al Bertolucci de las tetas de Eva Green que el Bertolucci panfletario. El Bertolucci panfletario es, a veces, un apéndice del Passolini más joven que era, además, un apéndice del Gramsci preso. Cuando las tetas de Green, Bertolucci había dicho: «una belleza obscena». «Solo se hablaba de mis escenas de sexo», diría Green años después. Más tarde, por eso, rechazaría el protagónico de Anticristo. Por eso tampoco terminó en los sexos orales de aquel tren en Nymphomaniac. Algo de Bertolucci hay en esto último. Es el Bertolucci que habla con El País en 2013: «Nada más empecé a leer, supe que mi padre escribía poesía. Y leí una poesía que se llama La rosa blanca, que dice: “Cogeré para ti / la última rosa del jardín, / la rosa blanca que florece / en las primeras nieblas. / Las ávidas abejas la han visitado / hasta ayer, / pero es tan dulce aún / que hace temblar. / Es un retrato tuyo a treinta años / un poco desmemoriada, / como tú serás entonces”. Leí aquella poesía y salí al jardín, y allí, al fondo, estaba la rosa blanca. No tuve necesidad de ir más lejos. Entendí enseguida que la poesía de mi padre estaba hecha con aquello que tenía alrededor. Es como si él me hubiese enseñado a buscar la poesía en todo. En todo. También donde no te lo esperas. Esta es la cosa más importante. Escribí poesía, pero decidí no continuar porque él era demasiado bueno y no podía ganarle». Lo mismo ocurrió, quizás, con Green: la poesía y el desnudo son, a veces, solo recursos ancestrales del vedetismo.
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