La historia que estamos por contar tiene como banda sonora los arpegios de un piano, el bullicio del cabaret y la tranquilidad de un estudio de grabación. Su olor es de mar, el mismo que llena la bahía habanera y, a la vez, colorea la vida de aquellos que viven cerca.
El primer plano del relato tiene como protagonistas a un par de niños. Está Clara, que ha nacido el 7 de noviembre de 1930, y también Mario, quien ha visto la luz después, el 13 de marzo del ‘34. Los muchachos, vecinos en el ultramarino municipio de Regla, juegan a cantar mientras caminan juntos cada mañana hacia la escuela. Puede que sea cosa de la predestinación, o tal vez simple insistencia, pero lo cierto es que con el paso del tiempo sus voces parecen irse acoplando cada vez mejor.
Los ensayos empiezan a tomar la casa de Mercedes, una amiga que tienen en común, como un lugar cada vez más habitual. Es precisamente allí, en la intersección de las calles Perdomo y Recreo, espacio en el que ambos se han conocido de pequeños, y es casualmente ese mismo sitio en donde tiene lugar la génesis de algo que crecerá más allá de su imaginación. La primera prueba de su éxito son las frecuentes paradas de los transeúntes que pasan cerca, quienes se detienen a escuchar las encantadoras melodías que producen sus jóvenes voces.
Casi sin querer, les llega el pasaje para subirse al tren del espectáculo. El calendario marcaba el 22 de mayo de 1950, fecha en la que el trío de amigos decidió dar un paseo por el centro de la ciudad. Después de salir de lo que es hoy el cine “Yara”, entonces llamado “Wagner”, una enorme línea de personas en la avenida 23 les llama la atención. El motivo eran unas audiciones que realizaba Gaspar Pumarejo, pionero de la televisión en Cuba, para descubrir nuevos talentos. Con la idea de cantar, más que con el ansia de ser seleccionados, Clara y Mario se presentaron frente a un jurado que no pudo disimular su atracción por el desconocido dúo. Brillaron con su interpretación de No me quieras tanto, obra de Fernando Avilés.
Inmediatamente, Pumarejo les ofrece un contrato para cantar en Club 21, popular centro nocturno de esos tiempos, ubicado frente al hotel “Capri”. No obstante, tienen que rechazar la oportunidad porque ambos son todavía demasiado jóvenes —Clara tiene 19 años y Mario sólo 16— y, por tanto, no se les permite actuar a esas horas de la madrugada. Tampoco cuentan con licencia de profesionales.
Pero como a Pumarejo no había quien le sacara una idea de la cabeza, todo se solucionó rápido: primero, Leopoldo Fernández, famoso por sus personajes de Tres Patines (La Tremenda Corte) y Pototo (Pototo y Filomeno), ofició como jurado en un examen “relámpago”, luego del cual recibieron su carnet de miembros de la Asociación Cubana de Artistas.
Lo del espacio para presentarlos “en sociedad” fue más sencillo. Después de pasar por algunas pruebas de vestuario, se decidió que salieran al aire esa misma esa noche en el show Escuela de Televisión, programa que se emitía desde los estudios del canal 4, situados en Mazón y San Miguel.
Según aquellos que los recuerdan, la razón de su trascendencia radicó en un hecho particular. Clara y Mario rompieron el molde con su forma de cantar, pues acabaron con la costumbre de que el hombre hiciera la segunda a la voz femenina. Mientras ella tocaba el piano, él conducía con su melodiosa voz.
En 1954, el matrimonio de Clara con José Sánchez rompió momentáneamente a la “la pareja romántica”, que se alejó de los escenarios durante un tiempo. Aunque Mario sí se mantuvo en la escena con bastante éxito, no fue hasta casi una década después que sus voces volvieron a escucharse al unísono en el cabaret habanero Maxim.
De ahí en adelante nada les detiene, ni siquiera el nuevo esposo de la dama, que esta vez sí pareció entender la importancia del arte en la vida de su mujer, los separaría. Así, los grandes amigos de la infancia logran establecerse definitivamente y mantenerse en la preferencia de un público que nunca atinó a hacer otra cosa que no fuera rendirse a sus pies.
Por el camino graban hasta 10 discos de larga duración (LP, por sus siglas en inglés), con composiciones de grandes autores nacionales. Entre la lista selecta de las canciones que inmortalizan se encuentran Si en un final (Juan Arrondo), En mi viejo San Juan (Noel Estrada), Tabaco verde (Eliseo Grenet) Como mi vida gris (Graciela Parra), En el balcón aquel (Leopoldo Ulloa), Quién se lo iba a imaginar y Cuenta conmigo (Carlos Puebla) y Amorosa guajira (González Allué).
Todo parece ser felicidad para este par de “enamorados”, que es la manera en que les ve casi toda Cuba, a pesar de que ellos aclaran siempre que su relación es de amor, pero fraternal. Incluso en un festival de Varadero sucede una graciosa confusión: los organizadores deciden darles una habitación para los dos, y ante la negativa se muestran tristes por enterarse de una supuesta “ruptura”.
Desgraciadamente, el guion de esta historia todavía tenía un giro más. Un cáncer destruye poco a poco la vida de Clara y ya en 1980 su estado de deterioro físico es bastante avanzado. El 12 de mayo de ese año muere en el hospital Miguel Enríquez a la edad de 49 años. Su partida deja astillado el corazón de un pueblo que le dice adiós entre susurros de dolor.
Por su parte, Mario sobrevivirá treinta años más (16 de marzo de 2011), siempre con un hueco en medio del pecho. Aunque no deja de trabajar ni un día, el recuerdo y la añoranza de su compañera no le permiten vivir a plenitud. Cuentan que durante una actuación en el teatro “Mella”, tuvo que suspender su interpretación de “Y es verdad”, porque el recuerdo le resultaba demasiado fuerte. “No puedo… Clara era para mí la vida misma”, comentó tras bambalinas a un conocido.
Una leyenda popular decía que cada mañana él le dedicaba esa canción, mientras observaba desde su casa el cementerio de Regla. Quizás nunca sabremos si era cierto o no.
Es un libro hermoso escrito por mi padre José Antonio Morales Oropesa quien se trasladaba desde Camagüey para que Mario le permitiera escribir sobre el dúo romántico de Cuba