Brindis de Salas, el violinista cubano que conquistó el mundo y ahora pocos recuerdan

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Brindis de Salas fue uno de los más grandes violinistas de su tiempo. Foto tomada de palmasamigas.blogspot.com.

De la lista de músicos que han prestigiado el nombre de la isla más grande del Caribe, hay algunos que saltan a la vista fácilmente: Lecuona, Caturla, Adalberto, Formell, Bola de Nieve, Chucho y Matamoros son algunos de los ejemplos más conocidos. No obstante, hay otros que, a pesar de su categoría, pasan tan inadvertidos como si fueran oriundos de Bután, Swazilandia o Palau. Claudio José Domingo Brindis de Salas y Garrido, «el Paganini negro», es uno de ellos.

Su padre, Claudio, fue un notable instrumentista de la popular orquesta La Concha de Oro, lugar hasta donde llegó gracias al esfuerzo de Luis Brindis, sargento primero del Real Cuerpo de Artillería y abuelo suyo, quien empeñó todo para que el muchacho tuviera una vida diferente. Todo eso lo aprendió el pequeño Claudio José mientras recibía a diario las lecciones en casa. Allí compartía la pasión por el violín con su hermano José del Rosario.

Cuando su talento empezó a crecer exponencialmente, se impuso buscarle un nuevo guía. La responsabilidad le tocó a José Van der Gutch, el belga que recibió un niño y lo entregó convertido en genio. En 1863, cuando el pequeño sólo contaba 10 años, ofrecen juntos su primer concierto. Entre la breve audiencia del Liceo de La Habana estuvo  un incrédulo Ignacio Cervantes, cuyo asombro ante semejante disertación fue palpable entre la audiencia.

Seis años más tarde, la joven perla debuta en el extranjero. Es en Veracruz donde se establece y comienza a vivir de los conciertos que le organiza Joaquín Gaztambide. Cuando esa plaza comienza a quedarle pequeña, la suerte le garantiza el siguiente escalón.

Una beca lo pone camino a Europa. Buscará experiencias que lo hagan crecer como músico. El dolor de la partida es grande, pero Brindis decide cumplir con el deseo de su padre, quien ansía que el joven genio no padezca las terribles consecuencias del racismo, la esclavitud y el coloniaje. Un descendiente de esclavos zarpa para conquistar la tierra de aquellos que pusieron cadenas al cuello de sus abuelos.

En París, el diamante se pule gracias a las exigencias de Hubert Leonard, Charles Dancla y Ernesto Camilo Sívori, último discípulo vivo del genovés Niccolò Paganini, conocido entonces como el más grande violinista de todos los tiempos. Tras dominar los demonios de su arte, se marcha a mostrarlo. Así conoce a la alpina Turín, la renacentista Florencia y la lombarda Milán, cuya Scala embruja con los sonidos que es capaz de sacarle a su instrumento. El dominio de la escena, la emoción y energía que imprime a su interpretación, sumadas a su excelsa técnica y capacidad para imaginar nuevas variaciones, encantan a los críticos, quienes a esa altura ya le catalogan como el mejor exponente entre todos.

En Prusia, Francia y Alemania le otorgan, por ese orden, la Cruz del Águila Negra, la Legión de Honor y hasta un título nobiliario: el de Barón de Salas, entregado por el mismísimo káiser Guillermo II. Pero el éxito no le cura de tanta soledad.

Durante sus viajes, la única constante es su Stradivarius. Solo ese trozo de madera, mezcla de abeto y arce, le consuela cuando recibe la noticia de la muerte de su padre, lejos del hogar. La joya musical construida por la familia Stradivari es su única ancla en medio del tormentoso guión que es la vida de un artista. Aquella pieza y sus cuatro cuerdas es la compañía más familiar que hay para él en mil kilómetros a la redonda. Ni siquiera los amores que van y vienen, ni los interminables honores que recibe son suficientes para llenar el vacío de su corazón, apartado de Cuba por demasiado tiempo.

En 1877 vuelve a casa. Desde el ’75, había trabajado como director del conservatorio de Haití, pero la tierra le llama. Junto a su antiguo maestro Van der Gutch conquista los oídos habaneros que asisten a escucharlos en el teatro Payret. También hace suya a Santiago de Cuba, invitado por la Sociedad Filarmónica Cubana de esa ciudad.

De nuevo con la maleta al hombro, recorre México y luego regresa al Viejo Continente. En 1880, se convierte en el primer cubano en llevar su magia a la tierra de los zares rusos. En la magnífica San Petersburgo, capital por entonces del imperio, este Paganini de ébano deleita al mismísimo Pedro el Grande con las hipnóticas notas de su violín.

Su itinerario lo lleva, obligatoriamente, de vuelta a Alemania. Allá le espera una sentencia de divorcio. Despojado de sus bienes tras la ruptura matrimonial con su esposa europea, comenzará un largo periplo que incluirá a Barcelona, Santo Domingo, San Juan, Kingston, Puerto España, Montecristi y Tenerife, con escalas esporádicas en su ciudad natal. A estas alturas ya es 1911, y el gran Brindis de Salas vive al día. Así llega a la andaluza ciudad de Ronda, donde efectúa su concierto final, justo antes de marcharse a Argentina.

Pasa sus últimos tiempos en la fría Buenos Aires. Su gloria parece no haber existido. Come y duerme en cualquier lugar, mientras su salud poco a poco se va a pique. El colmo llega cuando la miseria le fuerza a empeñar a su precioso compañero. Un viejo recibo atestigua la venta: diez pesos argentinos a nombre de Brindis de Salas. El 1 de junio de 1911 quedó exánime el cuerpo del más virtuoso instrumentista cubano del siglo XIX. Su cadáver fue lanzado a una fosa común, hasta que en el 1917 el diario La Razón encabezó una campaña para colocar sus restos en un sitio más decente. Más tarde, sus restos llegarían a la Necrópolis de Colón. Actualmente reposa en una urna de bronce situada en la Iglesia de San Francisco de Paula, cerca del mar.

Aunque su nombre, sinónimo de virtud, ha quedado inmortalizado entre los más destacados dentro de la historia musical de la raza humana, muchos cubanos no se inmutan al escuchar sobre él. La historia de Brindis de Salas pasa casi inadvertida. Lo peor es que la suya es solo una de tantas.

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