Andrés Perfecto Eleuterio Goldino Confesor Echevarría Callava nació el 18 de abril de 1919 en la provincia de Pinar del Río. Tenía solo cinco años cuando empezó a castigar el bongó en el Sexteto Caridad, la banda que dirigía su tío Nicomedes. Aunque ahí se notó el talento que traía, resultó que la percusión no era lo suyo.
Un día, aquel pequeño de cinco años se “empató” con un tres y la historia fue de amor a primera vista. Al descubrir ese instrumento, similar a la guitarra, pero con una tríada de cuerdas dobles y octavadas en un orden específico, el «Niño Chiquito», como ya todos empezaban a conocerle, se obsesionó. Agarraba el tres del tío y se escondía a “rascarlo”, para ver si por cuestión de insistencia lograba dominar sus maneras. Hasta que lo conquistó.
Aquel Mozart antillano tenía doce años cuando le dieron la batuta del conjunto familiar. Puede ser que su estómago no estuviese tan lleno como debería, pero para él era suficiente con tener la cabeza rebosante de armonías para “proponerle” a su objeto de madera.
Por si fuera poco, aquellas condiciones cuasi divinas para mover sus dedos por el traste, fueron perfeccionadas con la ayuda del célebre guitarrista clásico Vicente González Rubiera, alias Guyún. Las lecciones con el santiaguero ayudaron al Niño, ahora rebautizado artísticamente como Rivera, a crecer exponencialmente y a alcanzar una maestría prematura.
Otro grande del tres, el maestro Pancho Amat, declaró en una entrevista que el Niño Rivera, nombre artístico con que alcanzó la fama, logró darle a ese instrumento una dimensión totalmente diferente a la que hasta ese momento tenía.
“Con solo tres sonidos logró dar la imagen armónica ofrecida… a base de talento y esfuerzo. Fue por las notas extrañas al acorde, bordeando, tejiendo en la periferia y nunca por la tríada central, como sería normal. Creó otro estilo de exótica sonoridad”.
Como arreglista, compositor y excelso “explotador” del potencial tresero, a la altura de los años 40, el muchacho era una estrella reconocida. Su trabajo en los sextetos Boloña, Bolero y Cárdenas, así como en el septeto Rey de Reyes, fundado por él mismo, es considerado como revolucionario para la época.
En 1944 dio forma a El jamaiquino, su composición más famosa, versionada en incontables ocasiones por intérpretes de todas las latitudes.
“… ¡Rómpelo! Si se rompe se compone / (…) Si a usté se le rompe algo, nada de lamentaciones. Comadre no coja lucha, que lo que se rompe se compone… ¡Rómpelo!”.
Además de su propia obra, a la que sumó números como Juan José, Jóvenes y viejos y Canta y baila, Niño fue figura fundamental en esa re-imaginación del jazz y la trova tradicional que es el filin’ cubano. De forma libre, igual que su “parientes” estadounidense y oriental, el filin’ fue la alternativa de varios creadores cubanos para darle un matiz nuevo al cancionero nacional. Él, junto a otros colegas como César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez, dieron origen a un género íntimo y personal, nacido para aquellos que, más que cantar, hablan desde el sentimiento.
Paralelamente al trabajo con su ConjBand, el Niño colaboró con sus composiciones y arreglos para otras agrupaciones como Arcaño y sus Maravillas, Riverside, la Gran Orquesta CMQ, y también aportó su talento a disqueras de la talla de RCA Victor, Seeco, Gema, Panart y Columbia.
Grandes de la escena como Omara Portuondo, Frank Emilio Flynn, Elena Burke, Francisco Fellove, Mongo Santamaría y Orlando Vallejo pusieron voz a obras suyas, entre las que se cuentan Fiesta en el cielo y Carnaval de amor.
Además de ser parte del movimiento filinero, posteriormente el pinareño tomaría esos temas y los adaptaría en clave de bolero para ser interpretados en el Conjunto Casino por artistas tan populares como Roberto Faz, Rolito Rodríguez, Roberto Espí o Nelo Sosa.
Si se pudiera citar otro de los aportes del Niño Rivera a la música universal es el de haber agarrado esa fusión afro-jazzera que es el cubop de Chano Pozo, Machito y Mario Bauzá, e incorporarla al son montuno para dar forma al cubibop, del que son ejemplo piezas como Montuno con swing, Guaguancó comparsa o Átomo.
La investigadora Rosa Marquetti cita, en uno de sus artículos, la entrevista concedida por Sonny Bravo, director de la fantástica orquesta Típica 73, en la cual el pianista narra su experiencia en La Habana de 1978, a donde vino para grabar un álbum junto a varios músicos cubanos, entre los que se incluyó al susodicho tresero.
“El Niño apareció en la tercera semana. Cuando le puse la partitura en el atril y le dije que sólo tenía que improvisar en el estribillo, me dijo que no, que él quería tocar el arreglo completo, ¡y así lo hizo! De todos los íconos de nuestra música que participaron en nuestra grabación (…) el que más recuerdo desde mi juventud es el Niño Rivera. Cuando Arsenio estaba en su apogeo a mí me agradaba más el estilo del Niño. ¡Y yo fui criado oyendo el tres y la guitarra las veinticuatro horas los siete días de la semana!”.
El músico vivió sus últimos años en el reparto Sevillano del municipio 10 de Octubre, en donde murió el 27 de enero de 1996. Yo nunca lo conocí, pero sí recuerdo haber visitado su casa, ubicada en la calle Gertrudis, entre Avellaneda y Jorge. Allí pude apreciar por retazos el legado que le dejó a la cultura cubana y también aprendí a respetarlo por el gran genio que fue, uno sobre el cual, a estas alturas, todavía no se dice tanto como debería.
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