Me han dicho, Carla, que todavía está allí el corazón incompleto que tallaste en el pecho de aquel pino en la punta del pueblo, donde nos tendimos desnudos la noche en que nos conocimos; en la ventana de diciembre, días de un friecito enfermo y esa luna tan chiquita que nos cabía en el ombligo. Fuimos hasta allí después de la bailanta en aquella fiesta riquísima en la casa de Mario, después de volarnos con ponche hasta soltársenos la cabeza. Tú bailabas sin permiso de los bombillitos navideños, tragándote la luz con el agujero negro de tus caderas a puro ritmo de reguetón y salsa, y entre sortilegios fuiste a dar entre mis manos, contra mi pelvis ebria. Nos abrazamos todo el tiempo luego, cuando ya los fiesteros solos se habían ido y quedábamos dos o tres parejas sacándole filo a la noche; apretadísimos los cuerpos apenas moviéndose con las canciones de Son by Four… Éramos niños, Carla, niños ebrios que tropezaban con la grava del camino hasta la punta del pueblo, con las piedras del trillo que moría a los pies del pino. Nos acostamos sobre nuestras ropas estiradas sobre restos de piñones y lanceoladas, abrazados, temblando no tanto por el friecito sino por la incertidumbre de nuestros 16 años. Me ofreciste tus senos tensos y me besaste la boca y pasate la lengua por mis dientes esa vez, esa única vez como no lo ha hecho nadie más hasta ahora… Y es profano escribir aquí lo que hicimos esa noche, lo que hicimos tú y yo de aquella noche blanca hasta dormirnos para despertar con los cuerpos llenos de flores; campánulas moradas florecidas entre tus muslos y mi sexo con resaca cubierto de todas las hojas caducas que murieron durante la madrugada.
Casi cuando se iba la luna, un campesino nos descubrió entre la neblina, cubiertos de musgo y rocío, y nos hizo aquel gesto, seguro recuerdas, para que siguiéramos durmiendo.
Y lo hicimos, Carla, lo hicimos.
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