Yo aprendí a tener sexo por las mañanas sin cepillarme los dientes, porque a Carmen le gustaba eso: que bajara a la cocina del preuniversitario en el campo a las 6 a.m. para besarle los senos todavía con la noche en la boca, mientras ella preparaba la leche de los becados. Lo hacíamos siempre así, en todos sus turnos. Y ella, al tiempo que untaba los panes con queso crema, me hacía aquellas pajas maravillosas a ciegas: me masturbaba sin mirarme a los ojos porque la culpa le llenaba sus 37 años y la pena le florecía en unas arrugas acabaditas de salir: en la cara, los muslos, en los pliegues de la barriga. Y por ser mi cuerpo adolescente una flor y sus manos callosas una herramienta de corte, a Carmen le daba una tristeza tremenda y terminaba llorando justo cuando me venía. Entonces se tapaba los cachetes con las manos rotas para esconder la culpa o se daba golpecitos en la frente. A veces solo se secaba las lágrimas con la blusa. Después me preparaba tostadas y huevos y leche con un chocolate que traía de su casa y había comprado solo para mí. Y yo entraba en los días espléndidos, con la barriga llena y el sexo vacío. Como un dios.
Y estuvimos así, dándonos a la mañana casi todo un curso. Yo era feliz y Carmen moderadamente triste. Yo eyaculaba y Carmen lloraba la culpa. Yo me iba lleno y Carmen no sé… Porque aquella única vez que quiso «hacerme el amor», así, con tres palabras como ella dijo, se quitó el delantal, el pullover del sudor y otros despojos y se acostó sobre los sacos de coles en el cuarto de las verduras; Carmen con el pelo suelto, negro como el bochorno, me abrió las piernas y dijo que se había afeitado para mí. Pero yo esa mañana no tenía hambre. Y la dejé allí.
Carmen faltó unos días; nos vimos de nuevo una semana después, quizás. Yo me disculpé, ella siguió preparándome los desayunos, pero ya no quiso entregarse más al suplicio de su amor trágico y suave. Solo una vez más aquel día, el último antes de irse sin decírmelo, cuando me besó el sexo como se besa una reliquia y se quedó de rodillas en el piso, con la cara hundida entre sus manos hundidas, en la tristeza… Pobre, nunca supo que yo no valía el castigo.
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