Los soberbios dioses de Michel Contreras

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Portada del primer libro del periodista cubano Michel Contreras.

Voy a decirlo de un tajo, a riesgo de hiperbólico o injusto: Michel Contreras es, idea por idea, palabra por palabra, el periodista deportivo cubano más completo de los últimos tres lustros. Comenta con acierto —sangre y estadísticas— de casi cualquier disciplina competitiva. Insufla a sus textos —trepado en la montaña de literatura que ha digerido— el lirismo que muy pocos en el ámbito nacional podrían exhibir. No gusta de las largas disertaciones (jamás lo he visto en el arduo terreno del ensayo o el artículo de fondo), pero sus opiniones capsulares —comentarios, crónicas, notas— caen como mazazos a los ojos asombrados del lector. Así también sus entrevistas, deliciosos duelos donde prima el filo de la agudeza.

En un contexto en el que predomina muchas veces la glosa fácil, el pronóstico-autopsia, esto es, el diagnosticar cuando ya sucedió todo, irse como veleta con el aire de los triunfadores, Michel arriesga su criterio, desafía los prejuicios, confía en su intuición, entrenada a puro yunque y, cuando se equivoca, reconoce con elegancia —sin renunciar a su aire insolente—, la pifia en cuestión.

Sucede que este todoterreno de las páginas deportivas, que ha brillado lo mismo en una publicación provincial como el extinto y exiguo El Habanero, una nacional como Juventud Rebelde o una digital alternativa, CiberCuba, donde actualmente labora, no tenía ni un mísero libro publicado ¿Y cómo podía ser esto, se preguntarán los admiradores que han disfrutado de él decenas y decenas de filigranas dignas de trascender la volátil circunstancia de un medio de prensa? Pues sencillo: el disciplinado atleta de la escritura es el mismo bohemio y caótico que ni se había interesado por reunir su obra dispersa. Y no es que no la valorara en su justa medida —“la humildad…no es mi lado fuerte”, ha reconocido—, sino que, simplemente, no estaba para eso.

Ah, pero la Editorial Hermanos Loynaz, de Pinar del Río, vino a zanjar este dislate y propuso al cronista comenzar a compilar su paginario irreverente. Escogieron, de inicio, el breve y delicioso ramillete de semblanzas que publicó Michel entre el 8 de mayo y el 13 de noviembre de 2015, en su columna “Atalaya”, de la revista digital OnCuba.

El resultado, Dioses paralelos (2018), es una clase magistral de prosa poética; un manual formidable de ejercicio periodístico sobre deportes apretado en 96 pequeñas páginas. A semejanza del viejo Plutarco, Michel construyó cada entrega de su columna en forma de “vidas paralelas”, con una capacidad de síntesis y belleza digna del Señoras y señores de Juan Marsé.

“¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?”, se pregunta el escritor a modo de lúdico pie forzado, y lo que sigue, en los 26 retratos comparados (24 dobles y 2 independientes), es una visión de rayos x, psicología y acuarela de estos monstruos del músculo y la mente.

Les regalo unos bocadillos de muestra:

[Sobre Messi y Cristiano]: Nunca se parecieron más dos seres antitéticos. Sentados a la mesa del terreno, cada cual tiene espacio reservado en una cabecera, y ningún hombre nacido de mujer —llámese Neymar, James, Zlatan, Di María, Iniesta, Marco Reus— puede pedir el postre antes que ellos.

[Sobre Luis Giraldo Casanova y Omar Linares]: Su one-two, similar a la caballería de Atila […] descuartizaba pitchers con la misma soltura que el matarife deja en hueso la gorda mansedumbre de la vaca.

[Sobre Regla Torres y Mireya Luis]: …la capitalina esbelta y la camagüeyana diminuta. […] Las dueñas de la escuadra más grande que ha dado este deporte, con permiso de las Niñas Magas del Oriente. […] Las voleibolistas más tremendas de la historia […]. “Hay una mujer al principio de todas las grandes cosas”, escribió Alphonse de Lamartine. Pero a veces…a veces hay dos.

[Sobre Michael Jordan]: En su nombre cabía la franquicia, y su nombre era más conocido que el de Reagan, Bush y Clinton, los presidentes que mandaron en la Casa Blanca mientras él gobernaba en Estados Unidos.

El retratista no busca la perfección en sus íconos, aun cuando algunos son asquerosamente perfectos. Le interesan sus hambres voraces de trono y fama, sus insolencias de guerreros, la pasión irrefrenable con la que lucharon hasta casi matar o morir sobre pistas, canchas o tableros. De Fischer, admite: “¿Que era misógino? Verdad ¿Y paranoico? También ¿Antisemita? Sí, confeso. Pero por encima de todos sus defectos —sus sonoros y horribles defectos—, los que saben amar el ajedrez sienten veneración eterna por su juego”. Sobre Kid Chocolate, luego de dibujarlo como artista del ring, “con el juego de piernas de un bailarín de tap, la cintura de goma y un jab que provenía del más allá y desembocaba ineludiblemente en la mejilla —el más acá— del adversario”, reconoce crudamente que “la fama le asesinó la sensatez”.  Del Tiburón de Baltimore: “Invencible en la alberca, Michael Phelps ha sido sistemático cliente del escándalo. Lo han arrestado por conducir a exceso de velocidad, y por hacerlo bajo los efectos del alcohol. Ha aparecido en una fiesta de universitarios fumando marihuana. Se le ha visto sobando el costado de una stripper en un club de Las Vegas./ Sí, contrario a lo que nos hizo creer durante años, es humano”.

Por supuesto que con las comparaciones —tan subjetivas e injustas— y con el voto final del cronista, a veces el lector no estará de acuerdo. Y el objetivo del autor, creo, pasa también por ahí: provocar, incomodar, sacarles chispas a los ojos que leen, a la par que los encanta con su maestría. Además, a diez de últimas, comparar es solo un pretexto exquisito para encumbrar y regodearse en estos “animales de galaxia”.

Con prólogo estelar de otro cronista inmenso, el cienfueguero Francisco G. Navarro, y edición de la certera Vivian M. González, Dioses paralelos es una joya en miniatura que merecería tirada superior a los 500 dignos ejemplares que le fue posible a Ediciones Loynaz colocar en librerías del país. Aunque, pensándolo bien, tal vez sea mejor así. A Michel tampoco le han de cuadrar los grandes podios.

Alumno aventajado de los incombustibles Manuel González Bello —en la “croniquería” y Elio Menéndez —en la exhaustividad “deportivista”—, lo de este escribidor nacido en La Habana (1973) son más los golpes rotundos, y casi anónimos, desde la periferia arrabalera. Sin desconocer que, como él mismo asegura refiriéndose a un héroe olvidado, “como el corcho, la gloria siempre ve la superficie”.

Ojalá el buen sabor de verse en molde de libro, y la presión generosa de otros lúcidos admiradores, como los de esta editorial vueltabajera, lo animen a juntar otros de sus textos para nuevos volúmenes. De seguro se convertirán en golazos editoriales, o, para decirlo en clave cubana, descomunales jonrones, que son, según el periodista, “goles fabricados con los brazos”.

Te dejamos con una de las crónicas que aparece en el libro. Esperamos que la disfrutes.

Jordan y Él

Este viernes mi columna será diferente. Esta vez no habrá porfía, porque un hombre no puede pulsear consigo mismo a menos que se trate de un imbécil parado ante el espejo. Ni siquiera tendré que ejercer esa opción laboriosa y permanente: el voto. Hoy solo voy a hablar de Michael Jordan, quien confirmó que Dios luce elegante con pantalones cortos.

Olvidemos durante estos párrafos a Rocky Marciano, que conoció la muerte sin saber de la derrota. Olvidemos las 122 victorias consecutivas de Edwin Moses, y también las dinastías de Tiger Woods, Michael Schumacher y el lóbrego relámpago, Usain Bolt. Olvidemos la recta infernal de Randy Johnson y, tras un esfuerzo extra, olvidemos incluso las piernas de Marilyn con su vestido blanco al viento. Nadie ejerció más influencia en los sueños de una generación que el número “23” de los Chicago Bulls. Nunca un ícono fue tan perfectamente delineado.

Michael Jordan sacaba la lengua –su marca comercial- en medio de los pasajes más intensos del partido. Los rivales ponían el 110 por ciento en cada acción, trataban de quebrarlo, de reducirlo a escombros y cenizas, y él respondía a la manera de los niños malcriados, con el apéndice salido de la boca en son de reto. A lo largo de 15 temporadas no hizo más que burlar la oposición y jugar solo. Junto a Pippen y Rodman y Kukoc, pero solo.

“Jordan vence a los Knicks”… “Mike sepulta a los Lakers”… “M.J., implacable ante los Pistons”… En su nombre cabía la franquicia, y su nombre era más conocido que el de Reagan, Bush y Clinton, los presidentes que mandaron en la Casa Blanca mientras él gobernaba en Estados Unidos.

Nada faltó en su alforja. Rookie del Año, ganador del concurso de mates, seis anillos de campeón, dos títulos olímpicos y uno panamericano, montones de convocatorias al Juego de Estrellas, MVP de campañas regulares y play off, diez veces máximo anotador, Hall de la Fama, 50 portadas de Sport Illustrated, Deportista del Siglo según ESPN…

Por espacio de 842 duelos sucesivos marcó en dobles dígitos, suyo es el mejor promedio por partido de todas las épocas (30,1), y en 39 desafíos superó la barrera de los 50 puntos. Uno de sus antiguos compañeros, Steve Kerr, lo definió con un “you’re fucking unbelievable!” frente a las cámaras en Delta Center, luego del célebre Last Shot con la franela de Chicago.

Desde que se estrenó en la NBA quedó muy claro que había llegado un jugador de 10 en todas las facetas, salvo en el tiro de tres puntos, asignatura que aprobó pasado el tiempo. Parecía un atleta sobrenatural –tanto en ataque como a la defensa–, y encima le decían aquel apodo mayestático, His Airness, porque tenía el don de volar. No era un truco de David Copperfield: Jordan flotaba más que todos, y hasta podía gastarse el lujo de una caminata por el aire rumbo al aro, enarcadas las cejas y la lengua –piedra roja sobre una piedra negra- en actitud de abierto desafío.

Tendrán que comprenderlo Bird y Magic, Russell y Kareem; deberán aceptarlo Julius Erving, Chamberlain y Kobe; le dolerá mucho en el orgullo a LeBron James, pero todos –antecesores, contemporáneos, sucesores– han sido personajes colocados con deliberación en la novela del básquet para que, una vez contrastadas sus hazañas, concluyamos inevitablemente en que ninguno puede tutear a Jordan.

Si hubo un día en que me convenció de que era un tipo extraordinario, ese fue el 11 de junio de 1997, en el quinto compromiso de la final contra los Utah Jazz de Stockton y Malone. Jordan salió a la duela con fiebre de 39 grados y evidentes síntomas de debilidad. Sudaba a mares, y cada vez que iba a la banca le ponían paños húmedos en la cabeza. Aun así, en una clase inolvidable de autosuperación y entrega, jugó 44 de los 48 minutos de partido y marcó 38 cartones, cogió siete rebotes, robó tres balones, puso un tapón y asistió a cinco coequiperos. En los segundos decisivos del encuentro, en medio de un time out, se le vio apoyarse por completo sobre Pippen, arrastrando extenuado el corazón gigante con que vino a la vida.

Borges dijo que “todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre”. Cabe agregar que cada vez que alguien ensaya un tiro a la canasta, es Michael Jordan.

(Este texto fue publicado originalmente en OnCuba)

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Un comentario

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  1. Michel es díscolo, irreverente, y sí también ha escrito reportajes y artículos increíbles, de tan buenos. Con mucho la voz más autorizada del periodismo deportivo en este país. Y qué más da para qué medio escriba. Es un crack

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