El “falso nueve” es, generalmente, un tipo que fue desnaturalizado porque otro de mayor jerarquía lo necesitó de esa forma. Es esta una columna en la que leerás sobre las desfiguraciones que supone el fútbol. Quizás leas en ella todo lo contrario: nunca se sabe dónde acabará un “falso nueve”.
El fin de semana, no sé por qué, me he acordado de Sebastian Deisler y de aquellos años en que la Bundesliga era un espectáculo de hombres que se aferraban al juego, sobre todo, a partir de la mentalidad. Eran los tiempos implacables de la transición, donde todavía nadie sería capaz de celebrar –como sí ocurrió tiempo después– que Kevin Prince Boateng lesionara a Ballack y este se perdiera el Mundial de 2010 a causa de esa entrada. El delantero luego contaría que recibió mensajes de jugadores de la selección alemana, quienes le dijeron que lo mejor había sido que el mediocampista no estuviese listo para Sudáfrica. La salida de Ballack fue el punto de quiebre en la transición. La euforia –que sí hubo– por su baja fue la evidencia lapidaria de la metamorfosis: el fútbol alemán dejaba de ser un discurso esencialmente pragmático.
Visto desde lejos, Deisler era un sujeto extemporáneo en aquella liga. “El talento del siglo”, le llamaban. Debutó en el 2000, a sus veinte años, con el equipo nacional de mayores, en una plantilla donde el segundo jugador más joven era Jens Jeremies, que tenía 26. Jugaba en el centro del campo. Tocaba el balón a otro ritmo, tenía un increíble golpeo de larga distancia y se movía sobre un fútbol que aún no existía. Al menos no existía como conducta del establishment. Intentaba pases para delanteros que quizás debutarían en 2015. Más tarde lo colocaron en la banda derecha porque, en aquellos años de extrema circulación de pelota por los laterales y centros hasta el hartazgo, los organizadores también tenían que jugar en los costados, a un metro de la raya, para buscar al atacante con un envío largo en diagonal. Dijo en una entrevista que trató de hacer frente a la idea de situarse en la banda, debido a que se sentía obligado, pero, “por otro lado, estaba feliz de poder seguir jugando con la rodilla”. Tuvo más de quince lesiones severas. A causa de ellas se perdió los mundiales de 2002 y 2006.
Lo de su felicidad era un completo eufemismo disfrazado de la tradicional diplomacia que se desprende de algunas entrevistas. Nunca consiguió adaptarse al entorno del futbolista famoso que, por esas fechas, era un ecosistema mediáticamente en ciernes y drástico. Con diecinueve años, la prensa quería que liderara la nueva generación alemana. El tema era que todavía no existía esa nueva generación. Cuando se marchó desde el Borussia Mönchengladbach al Hertha Berlin, su nuevo club centró parte de la estrategia de mercadotecnia alrededor suyo: la gente quería conocer qué auto o qué comida prefería la nueva promesa de un deporte que había tocado fondo tras la goleada que les endosó Croacia en Francia 98. Luego, antes de que lo fichara el Bayern, lo amenazaron de muerte algunos ultras berlineses. Llegó a Múnich con otra lesión en la rodilla. Pensó que podría llevar a los bávaros a jugar distinto, pero lo movieron hacia la derecha, perdió el interés y continuaron las molestias físicas. Recibió tratamiento por depresión y Völler no lo convocó a la Eurocopa de 2004. Pocos días después de cumplir 27, anunció públicamente su retiro. El Bayern decidió “congelarle” el contrato por si más adelante decidía volver.
Deisler, más allá de las lesiones, no pudo sobrellevar aquel fútbol físico y poco filosófico, donde el carácter y la intimidación eran variables efectistas para resolver partidos. “Quizás ahora se me considera demasiado blando para este negocio, pero he usado y soportado algo que no todos tienen que experimentar. Imagínense el titular en ese entonces: «El salvador del fútbol alemán debe ser salvado». En este mundo solo eres alguien si no muestras ninguna debilidad”, dijo en octubre de 2007, exactamente 25 meses antes de que el portero Robert Enke, con quien coincidió en su primer año en el Borussia, se suicidara lanzándose delante de un tren.
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