Mi grabadora era una cosa mágica. Rectangular, de aquellas de casete. Yo tenía ocho años y me sentaba todas las tardes, después de la escuela, a escuchar las canciones de mi madre: Pimpinela, Rubén Blades, Pancho Céspedes. El sol le llegaba al portal de frente y le daba una luz y un calorcito y un fresco que para mí eran la vida. A veces venía mi amigo Johan y se tiraba allí conmigo, yo le enseñaba toda aquella música o tratábamos de subir al alero a ver quién era más ágil.
Me gustaba salir de casa para construir castillos con piedras a la orilla de la acera, donde ponía hormigas e imaginaba que traían hojas para acabar el castillo por dentro, porque nunca fui tan buen constructor como para dividirles la sala de la cocina. Con Johan aprendí a sacar arañas metiendo un palillo en la madriguera.
Mis amiguitos tenían videos y ataris y unos muñecos de pilas. Yo jugaba con los pocos juguetes que heredé de mi padre, organizados en una repisa en el cuarto: una tortuga de goma, enanos plásticos de Blanca Nieves. En el cuarto también había un librero del que cogía manifiestos rusos y tratados sobre sicología. Mi madre, maestra, me había enseñado a leer con cinco años, y el tiempo que no estaba con la música lo pasaba leyendo, imaginando naves espaciales llenas de botones y compartimentos.
Una amiga de mi madre me regaló una grabadora moderna, de discos. Un huevito anaranjado. Yo había crecido y conocía otras músicas que pude acumular comprando discos en la tienda del barrio y yendo a quemarlos en la computadora de David el Gordo. En cada disco cabían como 14 canciones. Ricardo Arjona y la historia del taxi, las medias negras de Joaquín Sabina. Empecé a hacer poemas que le enseñaba a Johan y les poníamos dos o tres acordes con una guitarra.
Me fui del barrio y no voy casi nunca. Me da nostalgia. Ya no hago poemas. Conversé con Johan hace unos días y me dijo que andaba por un campismo. Le va bien, parece. Hace años no sé de David el Gordo.
Ahora estoy en Miami y escucho a Rubén Blades en YouTube mientras hablo con mi mamá por Messenger. Ella sigue viviendo en ese cuarto donde dormimos en la misma cama durante años y que compartimos incluso cuando apareció el dinero para hacer otra cama; en el cuarto donde luego, adolescente, esperaba que mi mamá se fuera al trabajo para meter a mi novia, hasta las cuatro, cuando calculábamos que estaba por volver.
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