Sabía que llegaría el momento de reconocer esto: he comenzado a ver documentales sobre la vida de Hitler. Después de repasar todos los géneros cinematográficos y hartarme de series plásticas con diálogos de serpentinas, al final le he dado replay a las locuras de Adolf. En este punto solo me apetece deleitarme con masacres mayores que la de mis días en cautiverio. Además, hay cierta candidez, cierta reminiscencia del descubrimiento insolente del Führer en mi infancia: un post-it con datos biográficos aprendidos de memoria, la esvástica que dibujé en mi camisa de graduado cuando ejecuté sexto. Por entonces sabía poco y mal sobre las psicopatías de Hitler, pero tuve una curiosidad tremenda por ese símbolo que dibujó un esquizofrénico del barrio en una de las columnas de la iglesia. Me sucedió lo mismo luego de ver un documental de la vida de Al Capone y terminé poniendo en aquella camisa escolar el número de la celda imaginaria que el mafioso y yo compartimos en Alcatraz. Ahora, 16 años luego, no entiendo mi pasión predelictiva en aquel tiempo, y si, en todo caso, estaba asociada con mis primeras sesiones masturbatorias.
El tema es que ayer andaba de la ventana a la cocina, de la cocina al refrigerador, del refrigerador a la cocina y de ahí a la ventana para dejar caer sobre el pasillo las migas de pan mientras disfrutaba la persecución de los gatos, una trifulca coreográfica de la que Pascual, gato verdugo y peleonero, salió victorioso y mantuvo el dominio sobre su ladrillo de pasar las tardes, y de paso ganó la cola estrujada de una gata amarilla y famélica.
En ese momento pensé que si ver bailar un gato me divertía, es porque soy un miserable que merece discutirle la gata flaca a Pascual, traerla de mascota y ponerla a perseguir un puntero láser todas las tardes. Estaba en eso cuando me dio hambre de nuevo y para evadir la ansiedad pensé en ver algo. Tenía dos opciones: el documental Adolf Hitler: la historia jamás contada o una película, Children of the Corn, mierda gore que no me interesa nada, porque esos filmes son como el sexo con menstruación: el entusiasmo muere ante la deficiencia estética de la puesta en escena. A mí me basta con un inicio mal concebido para desistir de todo lo gore. Entonces, solo me quedó el repaso de las archilocuras de Adolf.
El documental dura unos 60 minutos de nada nuevo, más allá del encabronamiento monumental que cogió Hitler cuando tuvo que parar su campaña electoral un día, debido a la visita de Charlie Chaplin a Berlín. Un dato curioso, claro, si se entiende que, años después, Chaplin bordaría en El gran dictador la imitación del Führer más descojonante hasta la fecha. (Yo también admiro más al viejo Chaplin luego de saber que con más de 50 años le pasó vareta a la lindura Oona O’Neill de apenas 18, y dejó a Salinger, gran pretendiente, un trauma pedofílico que le duró toda la vida).
Después de 80 fotos de Adolf y diez minutos de discursos, me aburrí tremendamente de su bigote y me puse a jugar Parchís digital en el móvil, pero el algoritmo del juego me humilló y no tenía uno de esos días para perder, así que me frustré y me fui a la cocina y de la cocina al refrigerador, del refrigerador a la cocina y luego a la ventana, a ver si actuaba Pascual.
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