“Oiga, mi hermano, su porvenir está aquí. Mire que en México sobra el trabajo y se filman películas todo el tiempo. Venga pa’ acá y se va a acordar de mí”. Las palabras de Kiko Moreno parecían repetirse en bucle en su cabeza, y la verdad es que ganas no le faltaban de hacerle caso.
En los años cuarenta del pasado siglo, Dámaso Pérez Prado estaba un poco cansado de algunas cuestiones. Aunque desde su llegada a La Habana se había dado banquete recorriendo las noches junto a varias orquestas, tuvo que tragarse demasiadas críticas por su atrevimiento de usar el jazz como fuente de inspiración, cosa que le tenía “la cachimba llena e’ tierra”. Aburrido de tanta incomprensión en su propia casa, decidió dejarse de reflexiones y aprovechar de una vez la invitación de Kiko. Luego habría tiempo de ver cómo salía todo.
Del otro lado del canal de Yucatán, Dámaso, con la ayuda de su colega, fue contactando gente y logró armar un conjunto. Para la voz principal apalabró a un tal Benny Moré, un mulato de Cienfuegos que no sabía nada de música y, a la vez, parecía saberlo todo.
Mientras, él se dedica a tirar contra el papel todas las notas que tiene metidas en la cabeza desde muchacho. Ni siquiera tiene tiempo para ponerle título a aquel monzón musical que le sale de adentro y sólo atina a bautizar un par de mambos con los números 5 y 8.
Pasó el tiempo, y una vez convertido en el mismísimo Rey del Mambo, mientras se tomaba una cerveza en casa, Dámaso recordó el apodo que le puso el bueno de Bartolomé. Todo pasó en medio de una sesión de grabaciones, en un momento en que el Bárbaro del Ritmo, ante la pregunta del estribillo: “¿Quién inventó el mambo que me sofoca?”, respondió así: “Un chaparrito con Cara de Foca”. En lo adelante, los más cercanos le llamaban así, y él no podía ni ponerse bravo.
Si hay algo que siempre le gustó de sí mismo fue el hecho de que le salieran las cosas de la nada. Esa expresión suya de “¡aaaaaa, jú!” fue tal vez una de las ocurrencias más raras, pero como cosa de artistas al fin y al cabo, imaginó que se trataba de un “pronto” más, aunque en el fondo estaba seguro de haberlo pensado más de una vez.
En instantes como ese, en que le daba la manía de pasarle por arriba a su carrera, Pérez Prado se daba cuenta de algo que nunca le gustó: hacer lo mismo durante demasiado tiempo. Bien lo supo el mismo día que recibió su primera lección de piano clásico con el maestro Rafael Somavilla. Le sobraba arte con las teclas, pero aquello de estar tan tranquilo frente a la fila de blanquinegras no le complacía del todo.
Por ahí mismo le venían a la memoria sus episodios de cambio de género porque, si con el mambo le fue bien, tampoco quiso quedarse amarrado a su rítmica. Eso para él sonaba como a traición. De esa filosofía “mutante” le brotaron un montón de “hijos”: el baclán, el suby, la culeta, el mene-mene, el ja, el rockambo (a la Prado), la chunga, el dengue, el latin bump y su “primo”, el hustle. En fin, lo suyo siempre fue “crear problemas”, tal y como en cierta ocasión declaró a Erena Hernández.
Su constante y obsesivo síndrome de la reinvención, como alguien le llamó una vez, —según creía recordar— le llevó a navegar por muchas aguas, algunas más claras por su éxito, y otras más fugaces que un beat.
Sin embargo, lo suyo con el mambo fue una relación irrompible.
Una vez el periodista Federico Gómez Pombo lo interrogó sobre el asunto, y él no tuvo otra alternativa que contestarle:
“De vez en cuando compongo alguno porque de eso vivo y el público no me entiende y pide mambo. Pero el mambo ha quedado y nadie lo mueve. Ahora llevo ya como diez años tratando de hacer algo que no sea mambo. Puede decir usted que estoy en contra mía para darle en la torre al mambo. Matar al mambo es lo único que quiero, pero no he podido. El público quiere mambo… ¿Sabe? el mambo es como una mujer que uno ya quiere dejarla, y no puede dejarla, y se pelea con ella y ahí sigue”.
En una de las tantas fichas biográficas desperdigadas por internet, reza que Dámaso Pérez Prado falleció el 14 de septiembre de 1989 en Ciudad de México, a causa de un paro cardíaco. Lo que nadie sabe a ciencia cierta es cuándo nació.
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