En algunas entrevistas, luego de la desgracia y el milagro, dijo que habían sido las 24 horas más largas de su vida, una frase eufemística que reemplaza vaya a saber cuántas palabras furiosas. No es para menos. Lo que pasó Orlando Ortega —y todos los que se vincularon directamente con su causa— después de concluir la final, bien adentro en la noche del miércoles 2 de octubre de 2019, es algo que merece mucha pena, como la tuvo. El caso Ortega, como algunos le llamarían, estuvo en el top three de los momentos más lamentables del Campeonato Mundial de Atletismo escenificado en Doha.
En la capital catarí aconteció un certamen cargadito de polémica y la discusión del título para hombres en 110 con vallas no fue precisamente la carrera que muchos pensaban degustar. Los detalles me los ahorro, pues, en resumidas cuentas, la desafortunada final estuvo en la boca y en la lupa de millones de aficionados en todo el mundo. Por eso, nada nuevo que contar. Lo salvable del momento fue lo que pasó al día siguiente, bien adentro en la noche, cuando las velas de la esperanza amenazaban con derretir toda la cera.
Para bien de Orlando Ortega, del equipo español, de su familia y, por qué no, de quienes en Cuba se resisten en ver al vallista como un fenómeno aislado a la gloria de nuestro deporte, el Jurado de Apelación de la IAAF al frente del caso, tras un primer intento fallido, estimó las pruebas presentadas por el principal ente del atletismo ibérico, lo que le permitió al artemiseño presentarse en el Estadio Khalifa como uno de los medallistas de bronce de su especialidad, en compañía del francés Pascal Martinot-Lagard.
Pero no fue hasta que se supo con esa medalla, merecidísima, la verdad, que el cubano se soltó a hablar con la prensa y a contarle, entre otras cosas, lo complejo que le fue tener que vivir durante 24 horas con una realidad injusta y que lo sacaba de un podio por el que había luchado tanto. No fue poca la tristeza y la impotencia que soportó encerrado en su habitación del hotel Ezdan, aunque algunas personas trataran de suavizar su angustia.
Agradeció a sus seres más cercanos, pero, especialmente, a su novia. De ella dijo: “me he apoyado en mi chica, que está aquí compitiendo y estuvo conmigo desde el minuto cero. Llegué al hotel. Me llamó. Me escribió. Mi chica ha sido mi gran apoyo. Y le mando un beso muy grande”. ¿Se imaginan o saben ustedes quién es la pareja de Ortega? Pues, nada más y nada menos que la estrella Caterine Ibargüen, considerada la mejor atleta colombiana de la historia.
De su noviazgo poco se puede decir, a no ser que lo llevan con una discreción admirable. De hecho, a raíz del pasado Mundial y todo lo levantado por la controversial carrera del cubano naturalizado español es que, muy entre líneas, ha trascendido algo de la relación. No encontramos ni una foto de ellos, ni un material que hablara al respecto, solo una publicación del 25 de agosto del 2018 mencionando superficialmente el vínculo afectivo.
Ortega tiene 28 años, es subcampeón olímpico, ganador en dos ocasiones de la Liga de Diamante y tercero del orbe. Ibargüen, triplista nacida hace 35 años en el municipio de Apartadó, es subtitular y monarca olímpica, triunfadora seis veces en la Liga de Diamante y poseedora de cinco preseas en Campeonatos Mundiales, de ellas dos áureas.
La colombiana fue pareja del pelotero antioqueño Alexander Ramos, con quien se casó. Ramos ocupó un importante lugar en la vida personal y deportiva de la multimedallista, al hablarse siempre de él como un fiel bastión.
En Doha, al igual que festejaron sus subtítulos la pareja del decatleta estonio Maicel Uibo y la velocista bahameña Shaunae Miller-Uibo, Orlando y Caterine tuvieron razones para disfrutar a tope de sus respectivas medallas de bronce. Él, por lo insufrible del proceso; ella, por conseguir otra presea mundialista sin estar en su mejor momento deportivo.
Ambos poseen grandes responsabilidades en España y Colombia con vistas a los Juegos Olímpicos de Tokio, al ser aspirantes a la lucha por los cetros de sus pruebas.
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