Aquella mujer había perdido todo y estaba en una esquina de un aula de una escuela que días atrás había sido dispuesta como hogar temporal para ella y otros que habían perdido todo, y tenían una vida disponible que iban utilizando lentamente mientras se adecuaban a la idea del despojo, la memoria, la regeneración. Desde esa esquina, tumbada más o menos a lo largo de un colchón en el suelo, el codo en el colchón y la cabeza sobre la mano, las piernas hinchadas, venosas, y una bata de los hombros a las rodillas, Erlinda me miraba, y miraba la forma vertiginosa en la que transcurría la vida allí.
—Decirte quiero —me dijo— que el día del ciclón yo me evacué donde una hija mía que vive en una casa de mampostería, de fuerza, de potencia, bien hecha. Entonces empezaron las rachas fuertes. Silbaban, gritaban. Nosotros sacábamos la cabeza y las cosas que se veían eran terribles. El agua se llevó la puerta principal. La estrelló en un lado, la partió en dos. Tuvimos que irnos para la parte de atrás porque el viento estaba levantando todo. Y nos pusimos a empujar las puertas, a poner bloques. Los hombres hicieron una cadena y empezaron a encaramar a los ancianos en catres”.
El agua entró a la altura de sus muslos.
—Éramos 32 personas —dijo—. Había tres que eran vegetales, ancianos, que ya no… Ni comían. A veces un poquitico de caldo. Se había hecho comida pero nadie quiso comer. Ni los niños, que eran como 12. Entonces dice mi hija: ¡Reinaldo, están volando las tejas! Las tejas de otras calles brincaban, iban a caer al techo y al patio. Como una mata de mangos madura, pero con tejas. Colaron café. Pero empezó a mojarse la cocina y nos quedamos sin tomar café. Yo me sentí mal. No tenía miedo, pero trataba de buscar la salvación, de hacer cualquier cosa para que aquello no nos hiciera daño.
“Como a las seis el viento se fue apaciguando, apaciguando, hasta que bajó el agua y empezamos a limpiar. A eso de las siete digo: me voy para mi casa. Y cuando llego, ¡ay, Dios mío! Me vi muy deprimida. La casa de la vecina de arriba le cayó arriba a la mía. Estaba destruida. Yo vivía allí sola con mi esposo. Pero toda la vida, en los ciclones, yo ponía tablas en las paredes y ponía allí la loza, las ollas, todo. El baño lo dejé que no se podía abrir. Ahí metí las sillas, una mesa, una cama camera. Pero las losas del piso de arriba entraron directo al baño y rompieron la taza, el lavabo, todo”.
Erlinda y su esposo, desde hace años, son recolectores de materias primas. Tenían, según sus cálculos, 9 535 pesos entre latas, botellas, cajas vacías y pomos, metidos en bolsas contra una pared del baño.
Las latas, las botellas, las cajas y los pomos, se los llevó el ciclón.
—Yo no puedo regresar a mi casa. Me queda un cuarto allí, pero se moja. Y aquí nos sentimos muy deprimidos, nos falta intimidad. Mi esposo es hipertenso, tiene artritis; y yo tengo una escoliosis crónica que cuando me levanto, es como si tuviera bronquitis. Así y todo estuve unos días durmiendo en el suelo. Gracias a Dios nos dieron este colchoncito. De tres que llegaron, nos dieron uno.
“Aquí nos tratan bien. Y la comida, mal que bien, comemos. Nos dan desayuno, almuerzo, con refresco, con yogurt, con leche. Y yo todos los días hago ejercicios para la cervical, y eso es lo que me mantiene entera. Entera por dentro… ¡Por fuera, por favor!”.
Ahora su esposo duerme en una mesa que acomodó junto al colchón de Erlinda porque, aunque él es más o menos delgado, en el colchón no hay espacio para los dos.
—¿Y no pudieras irte con tu hija?
—Yo no quisiera, porque si uno se va, ya dicen: ella tiene dónde estar. Y yo estoy aquí a ver si me hacen mi casa.
Erlinda tiene 66 años y lleva 20 años con su esposo. El padre de su hija murió joven, producto de una obstrucción renal. Ahora ella cobra los 200 pesos de la chequera del padre de su hija; su esposo, jubilado, cobra 242 pesos, y el resto del dinero con que cuentan es el que aportan las materias primas. El resto de sus vidas, lo dedican a Dios.
—Nosotros vamos a la iglesia metodista dos o tres veces a la semana, o nos reunimos y hacemos un culto. Y los domingos hacen una comida: congrí, vianda, ensalada, fricase de pollo. Casi todos los días el pastor manda a su líder con un saco. Nos dan arroz, azúcar. Ayer me trajeron un picadillo de pavo y un paquete de detergente. Es que el Señor nos tiene en sus brazos, nos provee de lo que necesitamos. Porque él sabe lo que a ti te hace falta. Él escudriña en nuestros corazones y da a cada uno lo que necesita”.
Aunque ahora, por ejemplo, lo único que tiene es un colchón.
Que historia tan triste, pero digna de compartir, muchas personas aún sienten el paso de tan terrible huracán, huellas que no se borrarán nunca. Gracias Cuba Lite y al excelente trabajo de Jank