“Tú tienes cara de chivatón”, me dijo, y yo que había llegado por cigarros le pedí una cerveza. La penumbra está rota por guirnaldas que cuelgan desde el techo hasta la pared, que parpadean verdes –tin, tin–, yo con los codos ennegrecidos –se pegan a la barra si los alzo–, mucho ron, la caja registradora, televisor, la canción del programa de los lunes a las 12 de la noche. El dependiente me abrió la cerveza, “chivatón”, concluyó, estuvo mirándome, salió a fumar. Seguí solo en la barra. Aquí a esta hora no se oyen ni carros y todo el que llega es a comprar cigarros o a preguntar el tiro de la bolita.
Hay un tipo boqueando, medio muerto, medio cuerpo en la mesa. Una mujer tirada en el portal, borracha, medio inconsciente, que se revuelca y trata de pararse: las piernas a lo largo se le aflojan cuando se incorpora, cae redonda, está un rato ahí, espasmos, resucita, tantea y se da un buche de ron del pomo. El medio muerto en la mesa es paisaje. El dependiente se aburre mirándolo. Aquí la vida empieza a las ocho de la mañana: el dependiente pone sus rancheras o pone fútbol, fuma y sirve tragos y oye al que llega hablar mierda de sus hijos y del comunismo y de cualquier cosa. De madrugada quedan los cadáveres.
Dos hombres que cruzaron la avenida se acercan a la mujer que cabecea abrazada al pomo. Uno de ellos se le sienta al lado: gorra, zapatos rotos, pocos dientes. Al otro no me dio tiempo ni a verlo en la oscuridad porque se perdió rápido. “Yo soy un negro humilde, pero tengo mi corrección, tengo mi corrección”, dice el de la gorra, se le entiende poco. A ella nada. Ella se revuelve y le ruedan pesetas desde el bolsillo. “¿Qué tropelaje es este?”, grita él, busca las pesetas, trata de levantarla. “Ven para que te acuestes. Tú verás, ahora te acuestas tranquila”.
Él va yendo y viniendo del murito al contén, casi cayéndose. Habla solo o le grita cualquier cosa a un carro que pasa, vuelve. Trata de levantarla halándole un brazo, acaban tambaleándose. Ella despierta a veces, pide fósforos. Él enciende un cigarro y lo pone suave en la boca de ella, que fuma sin tocarlo. Llega alguien. “¿Cuándo tú vas a buscar el azúcar?”, le dice al de la gorra. “¿Qué tú dices? ¿Ahora te crees cosas porque estás trabajando en el mercado?”. El que llegó se sienta en el contén, enciende un cigarro, es joven, trae collares. Ella se duerme. “Oye, si tienes sueño me avisas”, y va y le acaricia el pelo. Ella está en ese limbo entre la vida y el sueño. “Yo no le debo nada a nadie”, dice el de la gorra. “Yo tengo el pecho abierto. ¿Tú le debes algo a alguien?”. “El azúcar”, responde el otro, entra al bar y se sienta. Queda riendo con el dependiente. Termino la cerveza y salgo del bar mientras el de la gorra saca el cigarro apagado de la boca de la mujer y se le sienta al lado, se acurruca y espera a que despierte o a no sé qué.
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