(El velo lunfardo en el acento afrancesado del español de Cortázar, la modestia travesti de Leonel Messi durante las entrevistas, la oratoria elusiva del Papa Francisco; los labios universales de Cristina Fernández de Kirchner y, por extensión, el cine de Gaspar Noé, es lo que he dado en llamar el síndrome argentino: convicción definida de que la autosuficiencia es la expresión más sublime del “ser singular”).
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En Irreversible (2002) me disgusta sobre todo la escena de la violación del personaje de Mónica Bellucci. Y no es por lo aberrante de la secuencia o por la duración desmedida, sino porque me molesta ese elemento masculino ejecutor del abuso deshonesto.
Me hubiese gustado que Mónica se violara a sí misma (en tal circunstancia sería una masturbación con violencia); así la escena produciría la exaltación seráfica del sexo, al fin, sublimación del cuerpo. Filmado así, entonces hablaríamos de verdadero arte cinematográfico.
Y eso es quizás lo que no entiende el señor Gaspar Noé: en una película, el sexo como performance no es utilitario al arte —es fácil lograr una galería de coitos prostibularios en un recorrido por cualquier callejón de París.
Esa sobrexposición del sexo en ocasiones acerca más la obra del cineasta argentino a una estética documental (no tan artística), y al mismo tiempo, es falencia por la cual la “crítica decente” lo margina.
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En Clímax, su última entrega, Noé prioriza la diégesis natural del relato cinematográfico —no está tan mal—. Igual, hay prolepsis, narración dividida, la sordidez cinematográfica ya seña del cineasta (su luz roja asfixiante, las pieles sepias), y en este filme, una sola locación que es como un laberinto que es como la cárcel; fuera, la nieve.
Y un árbol, todavía no se sabe por qué…
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Al inicio de todo y por voluntad del Creador (cinematográfico) hay una rueda de baile. Los personajes bailan por turnos: hay lesbianas, negros, una alemana, gays (uno de ellos todavía virgen), cocainómanos, un sátiro adicto al sexo; también un niño…
Delante, detrás de todos, la bandera francesa acoge a sus hijos, esa ilustración caótica que hace Noé de la nueva Francia. Y esta frase al final de la coreografía: “Dios es con nosotros” —¿?
Para relajarse después del baile hay sangría, algo similar; también diálogos prospectivos de lo escatológico:
—Qué buena está Lou. ¿Crees que le gusta por el ano?
—¡Creo que le encanta! ¡Bien profundo!
—¿Con o sin lubricante?
—¡Sin nada!
—Oh, yo prefiero con manteca de karité.
Umm… Sólido.
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Todo cambia en el minuto 48…
Recomienza el baile, otra rueda de cuerpos con movimientos incontrolados; improvisaciones, automatismos. Desde el piso una bailarina se esparce, hace el puente con la espalda y luego se azota la vulva.
Está la paranoia, su representación cámara en mano: trayectorias circulares, esa técnica predilecta de Noé (como meter la cámara en un bombo y darle vueltas).
Todavía bailando, la alemana abre los pies y suave, bien suave, se orina.
A su alrededor, 20 cuerpos se mueven bajo los efectos de una sangría fortificada; LSD tal vez, quizá éxtasis para las pelvis y su danza.
Noé filma…
Una embarazada pegándose en el estómago para abortar; una madre que encierra a su hijo en el cuarto de la electricidad del edificio para protegerlo de la locura y la droga. Entonces, entre tanto —las luces rojas, el sexo, el sudor y la sangría—, pierde la llave.
Hay un tipo que se contorsiona durante 45 minutos. Y fuera, en la nieve, un cadáver hipotérmico.
Y un árbol que —tras un análisis de semiótica leve— pudiera ser Gaspar Noé, su propio síndrome.
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