F(r)icciones: Jean-Michel Basquiat, 27, New York

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Basquiat. Foto tomada de theculturetrip.com.

Terminó el show con su banda Gray en un pub de Brooklyn y salió bajo la madrugada, sobre una nube. Esa noche tocó alguna droga sintética y el sintetizador; también el clarinete sin saber tocarlo. Luego se fue a dormir.

Entre los setos del Sunset Park, Basquiat tenía su cama de gajos secos, la almohada hecha con Times de días sucedidos, una manta enjuagada por el rocío. Allí dejó caer su anatomía exhausta…

Pasadas las seis un borracho le ungió los pies con urea; lo despertó. El amanecer bostezaba neblina sobre una fuente, frente a una banca bajo el letargo físico de Basquiat… Entre la duermevela vio una noria, un látigo y una mata de algodón; la poesía, la letra de un secreto de vudú y la calavera de Hamlet pintada de negro, con rasgos primitivos: supo de sí mismo.

Y despertó.

***

Con 15 años Basquiat entró en City-As-School, escuela de arte para niños superdotados. A los 17 lo expulsaron por una broma simple: roció espuma de afeitar (mentolada) en el cráneo llano del director. Fue un gusto adolescente, la extensión body art de su arte grafitero.

Igual, el artista ya tenía en mente ser SAMO. Quería maquillar muros del Bajo Manhattan, rosear con spray una metáfora filosófica contra el glamour bajo una vitrina de Chanel. Y lo hizo.

Él, su amigo Al Díaz, con las manos manchadas como una paleta cromática; en los bolsillos goma de mascar junto a fragmentos de roca estelar. Así, por las calles, interviniendo edificios tanto como las venas de los brazos.

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A inicios de los 80’ Basquiat comerciaba droga para sobrevivir, vendía pullovers con pintadas suyas; hacía sus obras sobre tablas, ventanas, puertas, viejas neveras de pescaderías chinas.

Había dejado el grafiti debido al malestar que le producía la atención creciente de los medios sobre sus letreros urbanos: mezcla de poesía yonqui, sociología callejera y activismo político contra el capitalismo y el consumo banal.

Pintaba durante el día en cualquier rincón escupido por los vagabundos: dibujos arcaicos, figuras primitivas recortadas en negro sobre cajas de pizzas extraídas de la basura. En la noche iba al Mudd Club, al CBGB a intentar con la música, a probarse todo el catálogo de estupefacientes.

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Una de las obras de Basquiat. Foto tomada de El Nuevo Día.

El entusiasmo de un crítico que amó la cabeza de Basquiat y escribió un texto —The radiant child— sobre el genio negro, bohemio y vagabundo de Brooklyn en la revista Artforum; una exposición colectiva, luego varias personales, lo convirtieron, quizá apresuradamente, en un ícono.

Apenas dos años bastaron a Basquiat para abandonar sus aposentos de gajos secos en parques neoyorquinos y mudarse a un apartamento en una zona de ricos. Dos años más para ser reconocido en todo el mundo y autoproclamarse adicto impenitente a la heroína.

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En la noche del 12 de agosto de 1988 el speedball (bola rápida, mezcla de heroína y cocaína) aceleró su cuerpo, quemó sus arterias y le explotó a 100 millas en el corazón. Fue tan fuerte, dicen, que un coágulo de la ingle se le exilió en el cuello…

Causa de muerte: “Intoxicación aguda por mezcla de drogas”.

Mataron a Basquiat los mismos que lo amaron.

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Hijo de madre puertorriqueña y padre haitiano, Jean-Michel Basquiat fue un negro caribeño desplazado en la jungla de cemento, enfrascado en una búsqueda constante de sí mismo.

Así todo, allí aprendió a vivir.

Desde los seis años, Miembro Junior del Museo de Brooklyn; luego de un atropello en su niñez, fanático obsesivo de la anatomía blanca ilustrada en el manual médico Grey’s Anatomy.

También soñó…

Pintó calaveras, bocas de hombre primitivo; adoró a sus ídolos de la cultura negra.

Y durante seis meses, en más de 127 jornadas, sometió el cuerpo blanco de Madonna al yugo de su excedencia africana.

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El arte de Basquiat. Foto tomada de El Nuevo Día.
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