Bugsy Siegel nunca le había dado dolores de cabeza a Luciano. Su vida se limitaba a escuchar órdenes y jalar gatillos, algo fácil, casi mecánico. Por lo demás, era un fanfarrón con aires de grandeza que gustaba imitar a los actores de cine, montar extravagantes fiestas y salir en las revistas debido a sus escándalos amorosos con actrices, por lo cual fue designado el contacto de la mafia con Hollywood. Bugsy Siegel era un tonto feliz hasta que tuvo una idea.
“Algún día habrá aquí un millón de personas”, dijo mientras recorría con la mirada el desolado paisaje del desierto de Nevada. Todos creyeron que había perdido el juicio, sobre todo cuando les explicó que unos flamencos, sus aves de la buena suerte, le habían mostrado el prometedor futuro de aquel lugar. El siempre respetado Lansky prefirió mostrarse poco escéptico y seguir las locuras de su amigo de la infancia hasta donde pudiese. Cada jefe de familia aportó una fortuna al proyecto de Bugsy, un hotel varado en tierra de nadie que se llamaría Flamingo, en honor del augurio de aquellos pájaros.
Ahora, en la penúltima semana de diciembre de 1946, todos los capos esperan por noticias de la tardía apertura del Flamingo. En los últimos días solo han llegado de Estados Unidos algunos telegramas informando sobre problemas de presupuesto y numerosas disculpas por parte de Bugsy. Meyer Lanski sabe de la impaciencia de los presentes, escucha sus susurros, están enojados. En el hotel hay mucho dinero en juego pero nadie se atreve a acusar a Siegel de ladrón frente a las narices de Luciano.
Esta ha sido una semana ajetreada para el hombrecillo bielorruso. Además de las atenciones a su jefe debe lidiar con el proceso de divorcio con su mujer, Anne Lanski, pero atenderá sus problemas personales una vez que termine la Conferencia. Por el momento, lo más importante es resolver la cuestión del Flamingo. Con mucha cautela discute la situación con Luciano, quien ya estaba enterado de los rumores. Ambos llegan a la conclusión de que Bugsy no es el responsable, sino su actual novia, Virginia Hill, una despilfarradora que se robaba el dinero de la construcción a escondidas de su torpe pareja.
El «Capo di tutti capi» reúne al conclave para hablar en favor de su amigo. Sus súbditos se sienten estafados y piden sangre, pero Luciano los convence de darle una oportunidad al Flamingo y no volver a hablar del tema hasta la Navidad, fecha de ultimátum para Bugsy.
La noche del 24 de diciembre es celebrada por todo lo alto en el Hotel Nacional de Cuba, con todos los excesos que pueden permitirse las fortunas allí presentes. La fiesta se extiende hasta el día 26, cuando llega la noticia de que la inauguración del Flamingo ha sido un completo fracaso. El veredicto de Bugsy estaba dictado de antemano y Luciano lo acepta con pesar y en silencio. A su lado, el fiel Lansky sufre estoicamente la sentencia de su gran amigo judío de la infancia. El cónclave ha hablado y esta vez no puede protegerlo del peligroso mundo en el que ambos decidieron vivir. Seis meses después Bugsy regresará cansado a su oficina en el hotel de Nevada y abrirá una ventana en busca de aire fresco, por donde entrarán los certeros disparos de un francotirador profesional. Sus ejecutores están lejos de imaginar que en aquel lugar desierto donde unos flamencos revelaron una profecía se alzará la maravillosa ciudad de Las Vegas.
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La muerte anticipada de Bugsy ha afectado a Luciano. En los últimos días parece algo distraído, ensimismado, no es el mismo Luciano atento y calculador de siempre, el del discurso contundente y la última palabra en cada discusión. Genovese ha interpretado mal la situación, lo cree débil, susceptible y aprovecha para comunicarle sus deseos de volver a ser la mano derecha del «Capo di tutti capi», su lugarteniente en lugar de Costello. Grave error. El gran Jefe es como un león, que cuando se sabe herido responde con fiereza, más salvaje que nunca.
Mientras los jefes de familia disfrutan del invierno habanero, más cálido que en las gélidas Chicago o New York, se desata una estruendosa algarabía. Todos acuden al lugar de donde proceden los ruidos y para su sorpresa encuentran a Luciano golpeando sin piedad a Vito Genovese. A sus 49 años Lucky Luciano conserva la fuerza de la juventud, cuando con esos mismos puños que ahora impactan una y otra vez contra el rostro de Genovese extorsionaba policías, banqueros, vendedores de alcohol y peligrosos proxenetas. Los mafiosos interceden y con mucho esfuerzo logran detener la furia de su jefe, quien acusa entre gritos al desfigurado Vito de traidor ambicioso. Luciano sabe que ha hecho bien, que la vida ha convertido a su antiguo amigo en un hombre sin fidelidad y que el segundo al mando siempre busca traicionar a su líder.
Genovese sangra y calla. En su mente ha comenzado a dar forma a un plan para hacerse con el poder sin ruegos. Mientras tanto aceptara ser degradado en el mundo del hampa, el mejor de los contextos para ejecutar su proyecto de golpe de Estado en las sombras, sin llamar la atención del gran Capo ni de los astutos Lansky y Costello. Durante los próximos días pensará también en Albert “Mad Heater” Anastasia, el brazo armado de Luciano, el único hombre lo suficientemente temerario como para impedir a tiros cualquier intento de sublevación.
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El 31 de diciembre, el Parisien acoge a un público exclusivo muy particular. Lansky lo ha preparado todo para el adiós, el fin del cónclave. Mañana cada cual volverá a su feudo para cumplir con lo pactado, pero esta noche merece ser especial, una celebración por todo lo alto. Los mozos van y vienen cargados con whisky escocés, champagne francés y ron cubano. En la tarima y al ritmo de música caribeña mueven sus cuerpos con distintas sensualidades bailarinas traídas de Tropicana, San Souci y Montmartre. Hay risas por doquier, algarabía, excesos de todo tipo. De pronto las luces se apagan, reina el silencio y de entre las sombras emerge en el escenario el chico italiano de New Jersey, Frank Sinatra, y con su voz se despide el 1946. Sinatra volverá al Hotel Nacional de Cuba una vez más, cuando decida pasar en el calor del trópico su luna de miel con Ava Gardner.
Lucky Luciano ha disfrutado de la velada a medias. Hace apenas unas horas Lansky y Costello le han informado que el FBI sabe de su presencia en La Habana. Quizás no le moleste tanto la noticia en sí como la excesiva preocupación de sus amigos. Él se siente a gusto en La Habana, le parece una ciudad de ensueño en la que tomarse unas largas vacaciones después de su exilio en Italia.
El Departamento de Narcóticos del FBI le pidió al Presidente cubano, Grau San Martin, que entregara a Luciano a las autoridades norteamericanas o que lo enviara de nuevo a Italia para cumplir lo que le restaba de condena. Grau se negó enviando una misiva donde decía que el gran Capo portaba un pasaporte legítimo y no había hecho nada fuera de la ley en Cuba. Mientras tanto, Lucky disfrutaba de una estancia en Miramar, confiado de que los dólares puestos a la cuenta del mandatario isleño lo salvarían de los federales.
El FBI, cansado de la irreverencia del gobernante cubano, colocó sobre el buró del despacho oval un enorme documento donde resumía el historial delictivo de Luciano, así como las negativas de Grau a deportarlo a Italia. Fue entonces que el Presidente Truman ordenó al Departamento de Estado y al del Tesoro que interrumpieran la exportación de medicamentos a Cuba, casi 20 años antes de que Eisenhower decretara el bloqueo. El affaire del Jefe de jefes había terminado.
De vuelta en Italia, Salvatore Luncania vio decaer su imperio después de los álgidos momentos en La Habana. Con el triunfo de los guerrilleros cubanos en 1959, Lansky lo perdió todo, dejando a su mujer e hijos 37 000 dólares en efectivo, una mísera parte de la fortuna que manejó alguna vez. Por su parte, Vito Genovese ejecutó su venganza. Supo aprovecharse de la envidia del silencioso Carlo Gambino y entre los dos balearon al temible y fiel Albert Anastasia mientras se rasuraba en la barbería del Park Sheraton Hotel. Genovese intentaría convocar a otra reunión, esta vez bajo su mando, pero esta sería interrumpida en los Apalaches por los federales gracias a un agente infiltrado conocido como Donnie Brasco.
Luciano vivió sus últimos días como suelen vivirlo los emperadores destronados; como Napoleón en Santa Elena, que dedicaba su tiempo a retocar una novelita romántica de su autoría. En su natal Italia decidió casarse con una bailarina de vodevil llamada Igea Lissoni, mucho más joven que él. Murió a los 65 años sorprendido por un infarto cuando se preparaba para revisar el guion de una película autobiográfica. No fue una muerte épica, como tantas otras que él ejecutó, pero dijo adiós feliz, recordando su época dorada. Al viejo mafioso le gustaba recordar, sus memorias eran cuanto le quedaba. Cierta vez un periodista le preguntó qué haría de volver a nacer. Luciano contestó medio en broma: “Lo haría por lo legal… En estos días, te postulas para un puesto y obtienes una licencia con la que robarle al público. Si pudiera vivir de nuevo, me aseguraría conseguir esa licencia”.
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