Benito Martínez es un nombre que los cubanos no deberíamos olvidar: vivió en tres siglos diferentes. Aunque con respecto a la fecha de su nacimiento hay incertidumbre, lo cierto es que sobrepasó, por mucho, la barrera de los 100 años, edad merecedora de admiración y respeto.
No podríamos presentarlo como el cubano más longevo, porque ciertamente no nació en Cuba. Vio la luz en Haití, según reconocen varios medios, en 1880, y cuando tenía unos 40 años llegó a una isla muy cercana a su tierra natal.
Santiago de Cuba y Ciego de Ávila fueron las provincias que dieron cobijo a este hombre y lo arroparon como un coterráneo más. Benito se convirtió en cubano y luego obtuvo esta nacionalidad. Sembró, cortó y alzó caña, participó en la construcción de un tramo de la carretera central, transmitió las tradiciones ancestrales: bembé, lakú y vudú…
La vida de este ser parece sacada de una obra de ciencia ficción, según él mismo confesó. Nació en la “primera república fundada por africanos esclavizados en América”; luego migró a Cuba con el anhelo “de ganar dinero con el que comprar una pequeña finca en la tierra de origen” y vivió por más de 80 años en el mismo lugar. Pasada la barrera del centenario, se convirtió en una especie de atracción turística a la que iban a visitar y fotografiar constantemente.
Su fama llegó tan lejos que llegó a manejarse la opción de un récord Guinness como la “persona más vieja del mundo”, pero no tenía un documento oficial que avalara su fecha de nacimiento. Actualmente su rostro se exhibe, entre otros, en el salón de la fama del Hotel Nacional de Cuba, al lado de reconocidas personalidades, a nivel nacional e internacional. Al momento de su inclusión en el Club de los 120 años, Benito tenía 124 y así quedó inmortalizado en ese cuadro que se expone en la instalación habanera. No obstante, vivió un poco más.
Su fallecimiento fue reseñado en varios medios cubanos y foráneos. En esos sitios se resaltó que la clave de su su larga vida estaba en una dieta rica en vegetales frescos, con algo de carne. Además de ello, aunque tenía preferencia por la carne de puerco, solo la ingería cuando tenía la posibilidad, como mismo hacía con el pollo y la leche. Otra de las claves para vivir largo tiempo, dijo, consistía en trabajar mucho.
Tuvo el apodo de «avión». Este se debía, en gran medida, a cómo corría, sin zapatos y a toda velocidad, enormes distancias. No hubo ninguna faena imposible para Benito.
No tuvo hijos, pero se dio a querer entre todos sus vecinos. No estuvo solo en sus últimos años. Falleció en Ciego de Ávila, en 2006, a la edad de 126 años. De acuerdo con Juventud Rebelde, en sus últimos días estuvo «aquejado de una cardiopatía que se complicó con una bronconeumonía».
Nunca perdió el vínculo con Haití. Decía que quería ir a visitar a todos los haitianos que, para él, eran su familia, pues no conocía pariente alguno.
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