Recuerdo mi primer beso como las niñas que ahora tienen once y acaban de perder la inocencia y de ganar el amor y algunas bacterias ajenas. Como las que ayer besaron fuerte en un rincón, dejándose en los labios el sabor oscuro de la saliva y ese ardor que escurre hasta el sexo. Yo recuerdo exacta, sobre todo, la lengua espumosa de Yenisey, por allá en la oscuridad de mis doce años, justo el día de cumplirlos aquel mayo con la noche cuarteada. Yenisey, quien me sorprendió con la habilidad de su lengua para registrar mi cavidad bucal y asomarse con asombro en mi garganta.
Por eso no olvido que fue ella la primera en quererme en aquel séptimo grado triste cuando yo no valía nada para mis compañeros de aula excepto los días de prueba, las tardes de dictado, en los veinte minutos de una pregunta escrita. Los estúpidos amaron mi cabeza como la del niño lama. El resto del tiempo yo era un gordo con la amargura de sus kilos. Hasta que Yenisey me besó el día de mi fiesta, como casi siempre en una esquina, lejos del oprobio de los imbéciles que estuvieron allí por el ponche de frutas y también porque era mayo, a un tiro de piedra del fin de curso o porque mi madre fue a sus casas y pidió a sus padres los mandaran a felicitarme. Lo hicieron algunos, recuerdo, desde la llegada, para tener la libertad de irse más rápido luego. Cerca de las 10:00 p.m., cuando quedaban cinco o seis de mis compañeros, mi padre me puso un brazo sobre el cuello y me dijo que no pasaba nada. Yo le escupí las piernas y rodé hasta un rincón de mi cuarto con mi camisa china, con mis descalzadas.
Minutos después Yenisey tocó la puerta dos, tres veces antes de que yo pudiera componer mi desastre de mocos y baba. Le abrí luego y la encontré con aquella sonrisa como una persiana: todo un día de sol naciéndole en la boca. Nos sentamos en la cama y luego de abrazarme juró que yo era el niño más lindo y bueno conocido, y que ella sería la primera de mis novias, porque pronto yo perdería peso y todas estarían locas por mí. Entonces me besó suave, con la misma gestualidad con que mi madre besó siempre mis párpados. Después se enroscó en mi cuello para enarbolarse desde mi boca y poner su banderola de conquistadora en mi cabeza. Llegó primero y se fue para quedarse, hasta ahora.
Cuatro, cinco meses más tarde, adelgacé hasta saberles dulce a las púberes mezquinas. A muchas las sometí con barbarie y en el proceso les rompí sus sueños de niñas tejedoras. Me amaron por mi cabeza y por mis mentiras. Así, justo como me había dicho Yenisey el día de mi santo. Pero ella jamás cumplió su promesa. No fue la primera de mis novias ni una de tantas siquiera, por más que intenté atraerla con el desparpajo de mi seducción. Y bueno, la dejé a un lado y continúe mis jornadas cinegéticas durante diez, quince años que atraviesan el amor y los rencores de las mujeres de mi vida, sin pensar en el regalo que me dio Yenisey el día exacto, la noche cuarteada de mis trece.
Lo entendí luego: a veces la vanidad es el camino.
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