Nueve plenilunios después de conocer a Tatiana y dos minutos antes de separarnos, yo me dibujaba caras redondas en las yemas de los dedos con un bolígrafo de tinta roja. Así, como siempre cuando no tenía nada para decir y ella tantas palabras para dispararme contra la cara. Sin embargo, hasta ese día no me importó su incontinencia verbal. De todas formas y en tantos modos me enamoré de ella por amar desde siempre y hasta nunca a las chicas de lengua fácil. Si ahora digo que su amor se me clavó en el pecho con el vocablo «revolución» y que el «¡viva!» con el cual cerró su discurso lo tuve dándome vueltas en el estómago como un carrusel es porque hoy, todavía, cualquier mujer que ensarte 100 palabras en dos ideas me tiene de un hilo atado a su meñique. Como Tatiana aquella mañana de abril en el teatro de la escuela en el campo, como Tatiana con uniforme azul y corbata y medias blancas a dos rayas color bandera; con Cuba ajustada en las piernas y Fidel en el pecho, entre los senos inflamados por las exclamaciones cuando mandaba al carajo a los yanquis. Eso, y los dos lagrimones últimos que rompieron caída en sus zapatos de colegiala mientras ella entonaba el himno con la boca más recia y rebelde que jamás vi a una chica.
La quise en ese momento y durante siete meses siderales hasta diciembre, desde la luna rosada hasta la luna de la noche larga en que yo, con un talento escaso en el arte de colorear falanges y por no tener excusas, hundí la cabeza entre los hombros mientras Tatiana pedía explicaciones así como se gritan las consignas… Porque estuve perdido dos noches, porque me vieron en la madrugada salir de una cama y entrar en otra y por la mañana le había llegado un anónimo con detalles precisos a la par de escandalosos. Y Tatiana, una chica roja, presidenta de la federación de estudiantes, antiimperialista e hija de un ingeniero graduado en la Unión Soviética que usaba todavía una billetera de cuero adornada con el martillo y la hoz y tenía una cabeza trunca de Marx sobre la repisa y muy cerca del dormitorio; esa Tatiana, la hija de un Armando conocido (a la fuerza y por voluntad repetitiva) como Vasily, no podía permitir jamás que yo la engañara. Pero lo hice. Y después, dos minutos antes aquella noche, en plena lunación del ciclo menstrual de Tatiana, le dije que se callara y me puse a contarle cosas de la luna con los dibujos redondos en la punta de mis dedos.
Y así, mientras llorábamos.
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