Casi trece años después, Yusdel Tuero Rodríguez se vuelve a encaramar en la lomita desde la cual lanzó sus mejores partidos. El quivicanero estadio “Tomás del Calvo”, esta vez casi vacío, no lo recibe como en el 2005, cuando fue el pitcher sensación del pueblo. No obstante, se siente contento. Detrás del home plate está Danger Guerrero, y empuña el madero Yohandri Mas, su gran amigo.
Tira la primera recta del partido en zona mala. Risas entre ellos. La segunda es una slider que varía desde la rodilla izquierda del bateador hasta la chingala derecha del máscara. El hombre en turno pide tiempo, sale del cajón, se gira hacia el dugout y dice: “está encendido”.
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El niño Yusdel no tuvo un pariente cercano pelotero, pero sí vivía a una cuadra del principal estadio de su municipio, donde vio jugar a los mejores de la entonces provincia Habana.
La pelota era el entretenimiento de los muchachos del barrio. Jugaban con tapas de pomos, pelotas de trapo, cinta adhesiva, esparadrapo, cualquier cosa. Siempre le gustó lanzar, pero como llegó tarde a la categoría 10-12, debió esperar hasta subir de nivel para frenar a los bateadores.
Durante su tránsito por la etapa escolar, se convirtió en la carta de triunfo del equipo, pero no era suficiente para llegar a un torneo nacional. Como buen quivicanero, debía esforzarse el doble y hacerlo mejor que todos para ser elegido. Una fatalidad arrastrada por los hijos de ese pueblo.
“Las justificaciones siempre eran las mismas: que si mi rendimiento no era el más óptimo, que no lanzaba lo suficiente, que era muy pequeño. No obstante, cuando daban el listado final, iban peloteros de mi tamaño y con resultados similares o inferiores al mío. La razón: Jorge Aruca, el seleccionador, nunca me tuvo en cuenta porque, al parecer, no le caía bien o algo así”, recuerda Tuero Rodríguez.
Esa cruz la llevaría consigo hasta la primera categoría. Con quince años se coló en el staff de abridores del equipo municipal a base de ceros en la pizarra, pero el director técnico y decisor en el equipo Habana lo mantuvo fuera de la nómina hasta su último día frente al conjunto.
Rigoberto Blanco, uno de los manager más famosos y con resultados positivos en la historia de este elenco, se resistía a llevarlo. Los motivos nunca se supieron.
“Yo debía lanzar el doble de los innings y en la Copa Antillana de Acero, el evento previo a la Serie Nacional y última oportunidad para formar parte del equipo, me tocaba asumir dos o tres partidos seguidos en días consecutivos. En el primero salía bien, y a los otros llegaba fatigado. Como era tradición, se reunía a los preseleccionados y se mencionaba a quienes estaban dentro. Por supuesto, no clasificaba”, agrega el diestro.
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Ya sin esperanzas y un poco “tirado al abandono”, le llega la noticia del momento. Para la temporada 2004-2005, el artemiseño Esteban Lombillo asumiría las riendas del Habana. Ese año, Yusdel lanzó una provincial casi impecable y con 22 marzos, por primera vez, viste la chamarreta vino tinto.
Como era de esperarse, comenzó en la reserva del equipo y, producto de la indisciplina de otro jugador, Javier Gálvez, el estelar entrenador de pitcheo, decide darle una oportunidad. Sale el joven frente a un Matanzas con una línea ofensiva liderada por Yoandi Garlobo y vence tres carreras por dos. Sus compañeros no anotaban mucho, por ello debía tirar casi exacto.
Como la sanción de su compañero duraba quince días, le tocó volver a lanzar, y logró otra victoria. Por su rendimiento, Gálvez le ofrece salir una vez más, ante Isla de la Juventud, en el estadio “Cristobal Labra” y, si lo hacía bien, se quedaba como cuarto abridor en la rotación. Aceptó el reto y ganó el juego.
A partir de ahí, continuó sumando salidas positivas hasta completar una racha de diez sonrisas. Durante la onceava apertura, una serie de errores a la defensa lo obligan a caer en casa de los gallos espirituanos, dos carreras por una.
“Cuando las cosas no le salían bien y se molestaba, solía patear el box, o simplemente la cogía conmigo. Yo trataba de calmarlo y le dejaba pasar el berrinche, porque cuando se concentraba, entraba de lado, me miraba, sin señas, ya sabíamos cómo resolver el problema: soltaba su slider y liquidábamos la situación”, agrega Danger Guerrero.
Yohandri Más, desde su posición de jardinero central quivicanero, nunca vio una slider como la de Tuero: “yo solía vacilar lo lindo que rompía. Él la tiraba para la rodilla del bateador y caía a la derecha del catcher. Recuerdo que algunos hasta quitaban el pie por miedo al golpe y terminaban ponchándose, vergonzosamente”.
Por esos azares del béisbol, la última salida de la temporada regular tocaba en su cuartel general. Yusdel recuerda no haber dormido la noche anterior producto de la impaciencia.
A la mañana siguiente, las gradas del pequeño “Tomás del Calvo” estaban repletas. Los aficionados rodeaban toda la cerca perimetral. Sobre el techo de la dulcería paralela al estadio había seguidores. Otros subidos en tractores, camiones, sillas, mesas, hasta en la ceiba del right field. El pueblo vino a ver lanzar, y ganar, al nuevo ídolo de Quivicán. Machacó a Cienfuegos diez anotaciones por cero.
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Con el Habana lanzó durante tres campañas seguidas y salió airoso en 24 ocasiones. Perdió 12 partidos. Acumulaba 202 ponches en 354.1 innings, a un ritmo de cinco estrucados por cada nueve entradas. Su promedio de carreras limpias de 3.40 era superior a la media en aquellos años y solo permitía dos boletos y medio por compromiso. Nada mal.
Con poco más de 25 años se enroló en una de las travesías más peligrosas de América Latina: llegar a México ilegalmente, por la vía marítima, para luego atravesar la frontera hacia los Estados Unidos.
“Ese viaje es como todos se imaginan. Estuve en Playa Bailén, al sur de Pinar del Río, esperando unas cuatro horas, escondido entre los matorrales para evitar ser detectado. Llega la lancha, se forma el corretaje, dieciocho personas para una embarcación de 32 pies de largo”.
“Debimos huir del mal tiempo y de las zonas controladas por las Tropas Guardafronteras, nos quedamos sin combustible aún en aguas cubanas, navegamos a la deriva durante casi ocho horas hasta la llegada de los suministros” .
“Una vez en México, vivos todos, por suerte, comenzamos la segunda parte del periplo, la peor, porque estás a merced de los capos. En cada punto de control, estos te ponen un pistola en la cabeza para sacarte dinero. Yo pensé que eso solo ocurría en películas. Me encañonaron un arma de fuego contra la sien, temí por mi vida. No le recomiendo a nadie seguir mis pasos”, recuerda Yusdel Tuero.
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Tras varias jornadas de calamidades y tráfico humano, llegó a suelo norteamericano. Su primera intención fue jugar béisbol y logró entrar en el sistema deportivo estadounidense. Firmó con la organización de los Cachorros de Chicago, pero no rebasó la categoría A avanzada por varios motivos.
Era utilizado como cerrador, pero su cuerpo se había acostumbrado a lanzar cada cinco o seis días. Estuvo jugando a ese nivel por año y medio, hasta que el hombro no aguantó más. Concluyó su incursión profesional con balance de un triunfo, cinco fracasos, dos rescates, efectividad de 3.51, 27 ponches, 11 boletos y un cuadrangular permitido.
Se dedicó a varias labores en un país diferente al suyo y desconocido para él. Incursionó hasta en la carpintería. Pero no le fue tan mal. Logró formar una familia, tuvo dos hijos y, actualmente, juega pelota los domingos para entretenerse.
Su mayor dolor no fue dejar el béisbol activo, fue irse de Cuba. Con el paso de los años, cuando iba a pedir visado para regresar, su solicitud era denegada. Jamás supo por qué, aunque se lo imaginaba.
Finalmente, doce años después regresa a su patria, a su tierra. Puede ver a sus familiares, los amigos, el terreno…
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Yusdel Tuero acumula tres innings y solo un hit permitido. Camina hacia el montículo, con el hombro derecho en posición de dolor. Regala dos bases por bolas, y le conectan doblete y sencillo. Entran tres. Se enfrenta a su antiguo equipo, el cual, en ocho años de Mayabeque, lleva seis coronas provinciales. Retoma el control con treinta lances, dos menos a la suma de las entradas anteriores.
En el quinto, abre con boleto y decide salir, el brazo no resiste un segundo más sobre la lomita. Se va y ambos equipos le aplauden. Se marcha risueño: con casi treinta y siete años dominó al line up más fuerte del territorio, hasta donde la molestia le dejó.
Su amigo de siempre, Yohandri Mas, le grita unas palabras en forma de broma desde el dugout rival. El hombre de la slider que asusta voltea la mirada y le responde: “pero a ti te dominé dos veces, ¡y con la misma de siempre».
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