Verde, casi oscuro (II)

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Viene de la primera parte:

Verde, casi oscuro (I)

Quizá fue porque llovía, pero no hubo jamás en tierras cubanas una tristeza tan griega como esa que padecí aquella tarde a mediados de julio derritiéndose sobre el año 2010…

Estaba echado en el piso, en la esquina más sucia del cuartel, al lado de los otros perros, costado contra costado; nos olíamos el aliento y ese tufo a sudor del otro que luego reconoceríamos a metros de distancia. Tenía la cabeza recostada contra la pared y miraba el techo para encubrir la angustia y no caer derribado con la cabeza entre las manos, debajo de los hombros, hundido por la culpa, con miedo de que ella tomara por ciertas esas palabras como cuchilladas que le clavé en el pecho después de clavarle el amor, cuando estábamos todavía desnudos y le dije que se fuera con otro, que igual yo no regresaba en un mes o en dos, y que se fuera, le repetí, y le cerré la puerta y me tiré en la esquina más sucia de mi cuarto, y por tratarse de una tristeza tan griega, diré que esa noche, dos años a través del amor de S, unas horas antes de comenzar mi Servicio Militar, también llovía.

Y cómo saber ahora si fue, igual por la lluvia, que Alejandro, matemático compulsivo y maravilloso chico gay en segundo plano, aquella tarde primera en esa misma esquina lloraba atragantándose a ratos con débiles sollozos algebraicos. Lagrimeaba como un niño que ha pedido un deseo y nada; con la nada de los números imaginarios. Aunque tampoco, porque si lo recuerdo bien, ahora, nueve años luego, en aquella esquina sucia del cuartel, Alejandro parecía la inflorescencia de una azucena.

Por eso los otros reclutas de llamados anteriores nos miraban como con deseos de destruir algo hermoso, tentados por la debilidad de Alejandro y por mi ataraxia, concentrado como estaba en trazar en mi mente la ruta exacta desde esa esquina sucia en un cuartel de hombres hasta ella: cinco kilómetros sobre su espalda, bajar por el puente de sus costillas, doblar derecha en sus caderas, una vuelta a la redonda de sus nalgas…

Entonces supe que todo podía empeorar si seguía en esa pose, como la de Alejandro. Así que me rasqué las pelotas, expectoré, escupí duro sobre el suelo y me quité el pullover para aparentar comodidad. Y pasó que el pobre matemático se quedó solo, con un par de teoremas en las manos. Pero las bestias no entendían nada de eso… No hablaré de cuántas guardias ajenas cubrió Alejandro ni de los metros de hierba chapeadas con machetes sin filo; de los desmayos. Una tarde, después de un mes sin salir de pase (cuando le tocaba alguien más salía por él) y media semana sin comer, le vieron hablando con Pitágoras y en días sucesivos escribió fórmulas que goteaban en las paredes de las postas. Lo ingresaron un tiempo, un episodio leve, dijeron, y para bien del cálculo infinitesimal lo dejaron de ayudante en la enfermería de la Unidad. De paso, se evitaron cargar con un muerto.

Los demás reclutas de mi llamado sobrevivieron, sin sucesos trágicos, ese primer mes terrible del Servicio, que fue como una guerra mundial de testosterona en ocasiones librada a golpes en días intercalados; sucesos cotidianos y a la larga útiles para fortalecer la hermandad. Quienes estuvieron allí, saben de lo que hablo: es el Verde.

***

El resto de los meses que tuve por delante, trabajé como escribano, ayudante del jefe de una de las compañías. Anotaba como un obseso en libretas de control de cosas incontrolables: disciplina, entrada al pase, cumplimiento del reglamento…; me hice experto en planes de trabajo de 31 escaques, especie de cronogramas donde escribía actividades imaginarias que jamás se hacían. En semanas alternas me quedaba algunas noches de vigilia, como miembro de un equipo de enlace para aviso de un supuesto ataque enemigo —fábula preferida por los oficiales encargados de preparación política—, pero, obvio, jamás ocurrió…

(En Cuba el Servicio Militar es una aventura de “héroes” iliacos aburridos de una Troya que no arde no por sagrada, sino porque a nadie le interesa ya tomar sus costas y prenderle fuego.)

También me divertía con un amigo durante las horas y los días cuando paseábamos por montes y matorrales aledaños vestidos con la ropa corta de faena, haciendo competencias de pedos o tomándole el pulso a los árboles. Metíamos la ropa civil en bolsas plásticas y las colgábamos de las ramas de un árbol accesible y de presión baja, en caso de que la coyuntura propiciara una escapada. Fuimos felices.

Y a ella, S, ya no vale la pena mencionarla. Digamos que la cuchillada le atravesó el amor, pero la dejó con vida, lista para volver a irse y mojarse con agua de lluvia.

***

A MacIntosh, que era fanático a la mermelada de zanahoria en los almuerzos, y que fue el soldado más abofeteado por un jefe de compañía;

Raciel, músico, incluso por encima de la ropa verde, que reparó timbales, le puso cuerdas una guitarra, pero jamás lo dejaron cantar una canción;

Alberto, Yosdany, que fueron amigos en la espera y en guardias infinitas; pocos hicieron más jornadas completas sin ver la calle;

Yoan, porque no tuvo culpa de que el carro que manejaba, un trasto ruso y viejísimo, perdiera los frenos y se empotrara contra una reja; perdió un mes de pase por ello;

Claudio, el soldado conocido que más veces estuvo en el CEIS, porque se fugaba algunas tardes para ver a su niño;

El Friki —de quien jamás supe el nombre—, que se disparó en la cabeza con una AKM en la madrugada, en la posta más fría y desierta de aquel infierno verde…

***

Los demás reclutas de mi llamado, sobrevivieron. Cuando nos dieron la baja no cantamos el himno ni nos pusimos la mano en el pecho. No desfilamos. Estábamos felices, dichosos, casi…

Regresamos a la vida en 2011, el día 13 de agosto.

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2 Comentarios

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  1. Recuerdo una frase que se usaba en mi servicio militar:

    «El infierno no es rojo, es verde»

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