En la última noche de mi temporada etílica tomé ron en un cuerno de vaca. Todavía no sé por qué. Pero recuerdo estar borracho ya cuando me senté en uno de los segmentos del parque G, frente a la Casa Balear, de donde nos fuimos D y yo, a las siete de la noche casi, cansados de tomarnos esos Ron Collins malísimos, experimentos de glucosa. A nosotros nunca nos importó que los tragos de la Casa Balear fueran como orine de viejo diabético; aprendimos, luego de la primera jornada, cómo esconder una botella de ron Galeón entre las piernas.
El día había estado bien: comenzamos sobre las 11 de la mañana en el patio Hurón Azul de la Uneac, con cerveza, solo un par de rondas para calentar. Luego seguimos con media botella de vodka y, cerca del fondo, cedimos al sueño de mediodía sobre esas mesas lindas del Hurón Azul. Después nos fuimos, porque a veces, todavía, esos viejos poetas e intelectuales dipsómanos que abundan en aquel patio miran a uno con ganas de goce y de juicio, con hambre ilícita, tan cerca ellos, con ese olor a cadáver del Quinquenio Gris.
D, conocedor de la aeromancia, al salir a la calle me dijo:
—¿Sientes ese aire?
Yo, ni cuenta, me daba igual. Tenía sed.
—Chúpate el índice y levántalo.
Lo hice.
—¿Sientes de dónde viene el aire? Es viento del norte. Eso significa buena ventura. Es un día perfecto para beber.
D tiene esas cosas. Puede decirte si un proyecto funcionará o no con solo mirar las volutas de humo de su cigarro; o si una chica está en su periodo fértil nada más tocarle la mano.
Y por cosas como esas seguimos hasta la Casa Balear esa tarde de buen augurio, solo porque D avistó una nube con forma de botella…
Pero, ciertamente, nunca habíamos bebido en un cuerno de vaca. Una posibilidad que había escapado incluso a las habilidades adivinatorias de D. Por eso, cuando llegamos al parque, cuando D vio a un tipo celebrar un brindis y levantar el cuerno entre otras dos muchachas, me dijo:
—Ves, que era un día de suerte…
Entre una cosa y otra, ya D tenía un cigarro en la mano y caminaba hacia el tipo del cuerno para pedirle fuego. El resto, para él, fue fácil: algunos ademanes conciliatorios, una presentación corta, tan grácil y bien pronunciada, que igual, siempre lo invitan a sentarse…
—Y este es mi amigo. Gran escribidor y mejor persona.
Así me introdujo D al círculo nórdico. Las chicas se presentaron: “mucho gusto, mucho gusto” todo el mundo y así, hasta el tipo del cuerno, que dijo:
—Jet heter Loki.
D, amante de las barbas vikingas, de la transparencia rosácea de las vaginas nórdicas y de la mitología, explotó de felicidad y abrazó a Loki…
—¡Un vikingo de verdad, joder!
Ah, sí. D, cuando es feliz o cuando conoce a gente nueva, habla como español. Esto es un aditivo que a las chicas les encanta, las saca de contexto con la promesa de un algo después; del todo imaginado. Eso debió pensar Daniela, la chica con quien mi amigo comenzó enseguida una conversación íntima…
—Esta criaturita está buenísima —me dijo, hincándome su codo izquierdo en las costillas.
La verdad es que la criaturita estaba como para olvidar al otro día. Era, podemos decir, algo inclasificable; algo tan feo como la palabra “sobaco”. Todavía meses después me daría material para burlarme de mi amigo.
(Más tarde supe que, para conquistar a la chica, D le había contado de su don adivinatorio; le dijo entonces que, con solo olerle el cuello, pudo saber que estaba ovulando.)
—¡Venga otra ronda, hombre, en honor de los druidas!
Cuando gritó esto, con el cuerno en la mano, supe que D estaba borracho, mucho más que yo, algo incómodo frente a la mirada inquisitiva de Loki, quien dejó de ver a D con ojos solemnes desde que éste aplicara un lengüetazo en la oreja de Daniela…
La chica sí lo supo y convenció a D para continuar el flirteo mediante SMS. Y así estuvieron ellos algo más de media hora; los demás nos dábamos sorbos sincrónicos de ron, siempre bebiendo del cuerno. Loki solo bebía, sentado allí, los pies cruzados y los brazos extendidos sobre los pies, serio, los ojos medio cerrados en su interpretación de dios nórdico. Pobre comemierda, pensaba yo, entre mis asociaciones con Tom Hiddleston…
—¡Ya está bueno, cojones! ¡Yo soy el dueño de este barco!
Este, ya lo sabemos, es Loki, también ebrio. Sin perder la postura del loto nos roció con ron del cuerno y comenzó a insultar en lenguaje desconocido. Él pretendía fuera noruego, sin embargo, solo tenía la lengua tropelosa. El imbécil, quizá ni siquiera sabía la postura del loto. Luego supe que apenas podía levantarse.
—¡Remen, carajo! ¡Remen!
Loki gritaba, entre emisiones de vómito. Se iba… volvía… Una de las muchachas fue a buscar un poco de agua en la Casa Balear. El resto esperamos a que regresara y luego nos fuimos, G abajo, hasta Malecón. Dejamos a Loki allí, el pobre, remando solo…
En la parada de guagua de la calle Línea, D abandonó a Daniela, luego de ponerla mirando al norte entre las columnas del Estadio José Martí.
En el camino de vuelta, D alzó otra vez el dedo índice:
—¿Ves?, tenía razón. Ahora el aire sopla hacia el sur.
—¿Y eso qué significa?
D echó una de sus risas amplificadas, me pasó un brazo alrededor el cuello…
—No sé. Tú dime qué quieres hacer.
***
Hace un par de meses, D me mostró un cuerno de vaca casi idéntico al de Loki. Cuando le dije que estaba seguro de que era el del nórdico loco, D me dijo: “no, no, es que en Cuba todos los toros son iguales”.
Y después comenzó con aquello, la más reciente de sus teorías: asegura que puede saber si una mujer está excitada y dispuesta al sexo solo con verle las líneas de la espalda…
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