De los años 90 en Cuba hay material para hacer —como mínimo— una docena de gruesos volúmenes, todos repletos de anécdotas sobre los aportes más o menos científicos a la vida de un país que en la década final del siglo pasado estuvo al borde de la “biodegradación”.
La aspereza de esa época obligó a los cubanos a entrar en una suerte de “modo de supervivencia constante”, forzados como estaban por la precaria situación económica en que quedó este archipiélago tras la catástrofe sucedida en el bloque socialista.
Hoy no son pocos los expertos que se niegan a confirmar el fin de aquella difícil etapa. Destaca entre ellos el célebre Pánfilo Epifanio, quien se basa en el hecho de que jamás se transmitiera su “acto de clausura”. Como quiera que sea, la mayoría de nosotros tiene bien frescas en el disco duro las memorias de esos años, ya sea porque las vivimos en carne propia, o porque los más viejos de la casa no dejan de recordárnoslas.
Como aquí en Cubalite nos encanta eso de mantener vivas las tradiciones, hemos rescatado del posible olvido algunas de las principales huellas de ingenio que nos quedaron de ese pasado reciente, cuando literalmente dependimos de nuestro intelecto, agilidad mental y creatividad para superar el reto de llegar al día siguiente.
El cerelac, la moringa noventera
Si eras de la tercera edad, te tocaba disfrutar “por la libreta” de un nuevo compuesto alimenticio que, ideado por las sagaces mentes del Polo Científico, buscaba darle un extra a los “mayorcitos”. Pero como siempre hemos sido tan solidarios, solíamos compartir aquella fórmula con el resto del núcleo familiar, que gozaba sus desayunos/meriendas/comidas mezclando aquel polvo mágico con agua (o lo que fuera), con tal de hacerse la idea de que estaban echándole algo al estómago. Las consecuencias de su ingestión podían ser variadas: desde el estreñimiento absoluto hasta la “evacuación” de proporciones bíblicas. Hay quienes dicen que daban una especie de superpoder “elástico” para poder caminar «bien» dentro de las guaguas.
Masterchef post-apocalíptico
Podrán imaginar que con la crisis productiva que vivíamos, la comida no era algo que abundara demasiado. Así fue que hubo que pensar en alternativas de todo tipo para idear un menú que, como mínimo, nos permitiera seguir en pie. Por esos días, cuentan, aparecieron el picadillo de cáscara de plátano o su versión con gofio, el arroz de fideos, y otras tantas recetas que harían palidecer a los mismísimos jueces de Masterchef.
Una de las más originales consistía en darle presión a los huesos del pollo, para luego molerlos y usarlos como materia prima de croquetas. Si no ganamos una Estrella Michelín fue por una simple cuestión de fatalismo geográfico.
La higiene puesta a prueba
Mantenernos limpios fue también una tarea compleja, pero ni siquiera las privaciones materiales pudieron impedir que lo estuviéramos. Ante la ausencia de champú, usábamos métodos caseros de gran variedad. El acondicionador, por ejemplo, fue sustituido por el agua con vinagre/limón, y la ceniza o la arena pasaron a ser ingredientes fundamentales a la hora de fregar las cazuelas. Cuando vinieron a aparecer de nuevo los jabones y otros productos, estábamos todos como los habitantes de La laguna azul, o sea, perfectamente en sintonía con la naturaleza.
Receta de champú (para una pinta de agua)
- 2 cucharadas de detergente
- 1 cucharada de alcohol
- 1 cucharada de azúcar (preferentemente “prieta”)
- 1 cucharada de jugo de limón
- 1 cucharada de de miel
Se mezcla todo y se pone a hervir. Cuando hierva, se baja la candela y se deja a fuego lento de 20 a 30 minutos.
Las cocinas “iluminadas”
El gas licuado escaseaba, como casi todo tipo de combustibles fósiles. Ante esa falta, se decidió usar otras variantes para cocinar, entre las que se incluían los hornos de carbón. Pero sin dudas la más usada fue la luz brillante, que alimentaba aquellas cocinas Piquer que tantos problemas resolvieron. La clave de aquellos aparatos era mantener limpios los quemadores y evitar cualquier derrame sobre ellos para evitar un potencial accidente. Siempre hubo unos cuantos imprudentes que no hicieron demasiado caso a esas advertencias y terminaron con el caminón de bomberos parqueado afuera de la casa.
Guaguanautas
Recientemente he escuchado a muchas personas quejarse de los problemas con el transporte público, causados por la falta coyuntural de combustible que sufre el país. Esas personas que se quejan parecen no haber vivido ni recordar las masivas aglomeraciones de gente en las paradas, y las guaguas, llenas hasta el techo, que surcaban las avenidas de la capital. Entonces era normal estar dos o tres horas esperando que pasara “algo” que nos acercara al destino de turno. La otra fase del problema ocurría cuando un ómnibus llegaba a la parada, pues en ese instante había que transformarse en una especie de ninja/pirata/buscador del Arca Perdida para conseguir abordarlo. Si Wagner nos viera, escribiría la continuación de sus Nibelungos, obra en la cual los héroes lucharían contra “camellos” en vez de dragones.
El ciclismo, deporte nacional
Precisamente a causa de la crítica situación “gasolinesca”, un aparato que hasta entonces había sido poco más que un juguete, pasó a ser el medio de transporte por excelencia de la familia cubana. La bicicleta ocupó el puesto que entonces tenían los “mal alimentados” automóviles y demostró que, a pesar del poco espacio disponible en su sencilla armazón, siempre había chance de poner algo (o alguien) más.
Se popularizaron los asientos para niños y las parrillas de diferentes modelos como sitios en donde la región glútea de los pasajeros podía descansar con calma, mientras el pedalista, convertido en un “caballo de fuerza”, guiaba con sus pies y manos los destinos de la velocipedia.
De esos años son memorables las postales que muestran largas filas de ciclistas “cabalgando” hacia o desde el ocaso, rumbo a las playas del Este, uno de los pocos lugares que no perdió su sentido.
Lumbersexuales primitivos
En la larga cadena de “desapariciones” que vivimos hace ya casi treinta años, hay que mencionar la de la crema y las cuchillas de afeitar. Si de un lado la primera era sencillamente sustituible por agua jabonosa o cualquier otro líquido que permitiera un grado mínimo de “resbaladez”, la otra parte no era tan sencilla. En tiempos en que se ha tendido a hipersexualizar el vello masculino, hay que decir que los hombres cubanos fueron pioneros de esa tendencia lumbersexual en los primeros años de los noventa.
Si vemos fotos de la época, podríamos reír de lo lindo con la estampa de nuestros padres, abuelos o tíos, cuyas pobladas barbas y “serranescos” bigotes eran posiblemente lo único abundante de su anatomía.
Dormir como en Tropicana
Si hubiera que definir una palabra para describir al Período Especial, la mayoría escogería el término “apagón”. La falta de fluido eléctrico era tanta, que la gente no contaba las horas sin luz, sino aquellas pocas en que sí estaba disponible la corriente. Las largas noches a oscuras fueron iluminadas por quinqués y “chismosas” que usaban el keroseno como fuente de alimentación, y que servían para alumbrar la cocina o para ver las fichas de dominó.
También se hizo popular la costumbre de irse a dormir al techo de la casa, singular método que apareció como variante para lidiar con las interminables noches de calor. En honor a la verdad, creo que muchos de los jóvenes que hoy ya pasan el cuarto de siglo, le deben la vida a esa romántica práctica de “dormir” bajo las estrellas.
Zoológicos caseros
El amor por la naturaleza siempre ha sido algo que nos ha caracterizado, cariño que se conjugó con la necesidad de alimentarse bien, al menos, una vez al día. En aquel entonces, cualquier espacio de la casa se aprovechó para colocar a los animalitos que garantizarían la «jama». Hubo bañaderas transformadas en corrales para cerdos, pollos que se vendían por la libre, guanajos cuidadores de patios, y también conejos, chivos y otras especies que llegaron a convertirse en «húespedes ilustres» hasta el momento en que les tocó ser sacrificados para el bien mayor.
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