Afganistán, 2008…
—2180 proyectiles en cuatro meses.
—¿Es un récord?
—Oh, sí. Recuérdalo.
23, 18, 20, 23… Las edades de cuatro soldados estadounidenses que juegan con una bazuca; en la noche, enfundados en shorts y zapatillas deportivas.
La cámara se posa en cada uno de ellos. Poca luz, modo nocturno…
—Lo primero que pediré [cuando regrese] será una puta doble hamburguesa de queso.
¡Bum!
Otro pase de cámara: videojuegos, recortes de mujeres desnudas, un libro de Harry Potter.
¡Bum!… 2182.
Si hay algo que siempre me ha sorprendido de las guerras, es que las ordenan los adultos y las hacen los niños —dice Hernán Zin mientras filma la felicidad de los que van a morir…
***
A priori, Morir para contar (2018) no es un documental sobre la guerra; es, más bien, sobre quienes cuentan las guerras. Lo sabes cuando sale esa imagen del fotoperiodista estadounidense James Foley vestido de naranja, la cabeza rasurada y arrodillado en el piso mientras un soldado del Estado Islámico le presiona una pistola contra la nuca.
Con guion y dirección de Hernán Zin, este film recoge los testimonios de varios periodistas españoles que han hecho cobertura en Zonas de Conflicto de todo el mundo. Es un homenaje, también, a todos los que perdieron la vida mientras ejercían el periodismo a miles de kilómetros de su hogar, de la comodidad de una oficina y el café de las mañanas.
Gervasio Sánchez:
Tomando, incluso, las decisiones mejor pensadas, terminas muriendo. Es una Zona de Conflicto. Y las bombas no preguntan tu nombre…
En 2001, en Kabul, los insurgentes atacaron el convoy donde se trasladaba el periodista de El Mundo, Julio Fuentes. Lo mataron, le robaron todo; en la prisa le cortaron el dedo donde llevaba su anillo de casado…
Pasan las imágenes, las fotos donde Fuentes ríe abrazado de los amigos… Si estudiaste periodismo, si estás tan obscenamente lejos de la posibilidad de hacer algo semejante a lo que hacen los reporteros de guerra, pensarás que se trata de un hombre con mala suerte, de paso, pensarás que la muerte es muy jodida, la quieres lejos de tus notas de 16 líneas, lejos de tu pose ante las cámaras. Porque no sabes cómo se reportea con el sabor en la boca del gustillo metálico exudado por las bombas, o cómo se posa luego de correr y hacer zigzags entre los escombros para esquivar las balas. Es complicado comprender el lirismo de la muerte de un corresponsal de guerra cuando tu experiencia límite la viviste en un reportaje sobre una planta de fertilizantes.
Un detalle: cubrir conflictos no se parece en nada a ponerse un chubasquero y salir bajo la lluvia cuando el huracán se ha ido.
Este documental hace pensar (a quien pueda hacerlo) si nosotros, periodistas cubanos de hoy —vacas limpias de corral—, realmente tenemos algo verdadero que defender, algo que contar más allá de la epopeya cursi de esta parcela de tierra donde pastamos de hora en hora entre los noticieros… Yo me huelo, miro mi barriga completísima y feliz mientras escribo esto; pienso en esa forma cuidada de la gestualidad del periodista televisivo, en su manera de sostener el micrófono, la mímica de su rostro durante los comentarios; sus trajes lisos, los aretes y collares de fantasía… Siento aversión de todos ustedes, de todos nosotros quienes decimos tener la palabra. No somos nada para el mundo.
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Hernán Zin:
Las guerras suelen comenzar en verano, cuando toda la gente se va de vacaciones, y uno se va con la cámara y un chaleco antibalas […] Cada decisión a mí siempre me ha traído a mi familia, a mi madre, por el daño que le puedo ocasionar. No hay nada más traumático que perder un hijo. Esta es una vocación ciertamente egoísta…
Roberto Fraile cubría la operación militar de un comando del Ejército Libre Sirio que pretendía eliminar la posición de un francotirador, en Alepo. A su lado, un soldado joven activó una granada de mano, pero entró en pánico y le explotó encima. La metralla, 50, 100 trozos, impactaron el cuerpo de Fraile. La suerte, apenas, lo salvó.
—Yo solo pensaba en mis hijos, en la putada que les iba a hacer si moría allí.
Hernán Zin:
Fui a Afganistán para hacer un reportaje sobre desactivadores de explosivos. Salimos en misión militar y cuando iba en el auto blindado sentí que no podía respirar. Me quité el chaleco antibalas, las gafas antifragmentación, las cámaras […] al final pude salir, me tiré al suelo y comencé a respirar.
En esa ocasión, Zin tuvo un ataque de pánico, el primero, sin avisar. Dice que al regresar a Madrid no podía estar en lugares cerrados ni pasar por túneles; todo debía ser fresco, abierto, iluminado. Al día de hoy, el trauma a cada rato se le sienta en el pecho, le aprieta el cuello como aquella noche en Afganistán. Ahora se medica, ya no puede cubrir conflictos armados; aunque lo extraña. Es la única vida que conoce. Por eso decidió hacer Morir para contar…
***
Entre los créditos del documental, aparecen las fotos y los nombres de los periodistas muertos. Muchos de ellos no obtuvieron nada más que el placer de sus pasiones. No fueron a la guerra por fama ni por dinero. Fueron por algo extremo e íntimo, por una reacción química ante el peligro, que los incitaba a salir al terreno, a jugar el acertijo de las balas.
Nosotros, periodistas cubanos de hoy, no entenderemos eso. Por acá pensamos que las historias se cuentan desde un plató o sentados en una mesa; pensamos que contar una historia es escribir en el periódico algunas líneas sobre estudiantes destacados de la FEU…
Ángel Sastre:
Uno piensa que lo lleva bien, pero a veces vuelve a casa y despierta con los nervios, ataques de pánico, palpitaciones; esos pinchazos en el pecho…
Tranquilos, hermanos periodistas, todos nosotros estamos obscenamente lejos de vivir esas consecuencias. De levantarnos en la noche con miedo de morir.
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