Me iré con ellas: (Frame 7) Anónima

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Foto: Bokeh (Ilustrativa).

Los siete textos de esta columna son para Jesús Jank Curbelo, porque los amó como nadie.

Asqueado por la resaca, fui a encontrarte a las cinco de la tarde en la punta de noviembre. Me agaché, me recosté contra una columna por no sentirme las piernas y por aliviar la presión del cinto apretándome el estómago y la náusea. Te esperaba… Estuve allí encorvado mientras Joel hablaba de ti en unidades de medida, y fumaba en rimas, quemando con la punta del cigarro el papel de celofán que envolvía el sol. Así lo veía desde abajo porque yo todavía estaba ebrio y con la garganta rota por el vodka, con la tristeza de un año en los bolsillos, veinte pesos y un gajo de vencedor que mi abuela me echó en el pantalón para que fuera bueno y triunfara un día de esos: un miércoles tal, por ejemplo, a las cinco de la tarde mientras te esperaba para conocerte sin saber por qué, sin estar consciente de ello.

Llegaste pasada la hora y casi me sentí enfermo, pues dos minutos antes pensaba en largarme de allí para descoser la noche en un bar sucio, vomitar las aceras. A fin de cuentas era un miércoles y yo bebía de lunes a viernes para llorar mejor los fines de semana. Pero llegaste con tu vestidillo negro, como una maestrita de escuela deshecha por un luto tremendo, largo. Te vi tan triste que me sentí dichoso y hallé entre la resaca un par de frases azules la mar de tiernas y te las dije y tú sonreíste con una pena invernal, con una mezcla de insomnio y diazepam, tan de lejos de todo, que solo se me ocurrió hablarte de cosas mundanas y pasar de largo por el borde de tu vida. Y así seguimos un rato más ya sin pensarnos, cada uno fingiéndose feliz con la felicidad de Joel y su novia, que hacían de todo para construir un puente entre tu miseria y la mía.

Entonces nos dejamos llevar y terminamos en los límites de la tierra, tendidos frente al mar entre la madrugada, después de tomarnos una botella de ron para que se nos soltara la lengua y de paso sacudirnos el frío del litoral. Para entonces hablábamos sobre despedidas y cajitas de recuerdos, de cosas rotas. De pie frente a la costa echamos dos cadáveres al mar, y nos bebimos el resto: de la botella y el despecho. Ya cuando no quedaba ninguna excusa nos besamos con entusiasmo pero sin fe. Y fue tanta la vergüenza, que no hablamos en todo el camino de regreso, no sé si recuerdas, como recuerdo yo, por ejemplo, que no esperaba conocerte y todavía menos estar consciente de ello, cómo de fuerte nos apretamos las manos cuando cruzamos el túnel de la bahía. A las 3:27 de aquella madrugada para siempre.

Ya no lloro los fines de año y lo sabes, que ahora se nos van las horas de navidad adornando el arbolito, enroscando el rabo de gato púrpura y poniéndole nieve de algodón. Y ya luego nos sentamos a mirarlo juntos y se nos hacen aguas los ojos de ver tanto las guirnaldas. El resto del tiempo hacemos cuentas, listas, planes semanales que tú propones y completo yo. Ahora vamos juntos y regresamos de todos los lugares que nos dan miedo, de un túnel a otro. Ya no tengo razones para estar triste ni recuerdo la náusea. Tú no tienes pena invernal, aunque te dura el insomnio.

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