A veces pienso que, de ninguna manera, los ídolos podrían ser tipos tristes. No tendrían por qué serlo. En otras circunstancias, en cambio, algunos queremos que ciertos ídolos parezcan seres desolados. Tipos, de alguna forma, demasiado terrenales.
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Lo anterior se explica a partir de una narrativa de la espera: Yulieski Gurriel, por ejemplo, pasa alrededor de quince años jugando en Cuba con la esperanza, quizás, de llegar un día a la MLB por la vía legal. Debe existir algo de tristeza en ese relato común. El hombre comienza a entristecer en la misma medida en que a su alrededor se consolida un sistema de demoras. Es Cuba un país tan demorado que los ídolos siguen pareciendo tristes cuando en realidad ya no deberían serlo. Esto último es, como mínimo, un traumatismo. La razón pudiera ser la siguiente: la tristeza es un sentimiento casi inmóvil, casi tradicional; en ocasiones, recóndito.
En algún momento, imaginé el camino de Gurriel en Cuba a largo plazo: Yulieski rompiendo todos los récords ofensivos; Yulieski, a los 40 años, liderando todos los departamentos en postemporadas; Yulieski, a los 41, campeón de la enésima Serie Especial; Yulieski, a los 43, con una retirada en el Huelga y otra en el Latino (los niños con banderitas triangulares alrededor del diamante, comparsas estrafalarias, “maestros de ceremonias” en guayaberas, diplomas enmarcados con textos creados en WordArt…).
Muchas veces pensé si Yulieski se imaginaba en una trama similar. Algunos ídolos generan eso. Es ello tal vez a lo que Rafael Rojas llama “una ensoñación de quietud y perpetuidad”. O lo que es igual: la acumulación de tristeza puede causar un sedentarismo peligroso.
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La primera vez que me pregunté si era quizás Gurriel un tipo triste, recordé a mi padre (eran tiempos en que Gurriel estaba en Cuba y nunca pensé que se marcharía). Mi padre, como muchos, soñó durante largos años y nunca tuvo nada. En una etapa de mi vida reciente, llegué a pensar que mi padre -quien consiguió tantas cosas que nunca sabré con certeza- era un hombre infeliz. Era ese, creo, un mecanismo de autodefensa válido y nocivo. Murió hace casi ocho años. Nunca lo vi llorar. La tristeza es, casi siempre, la más extravagante de las calmas.
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