El llanto, como el ruido de una locomotora, anuncia la llegada de otra alma. Es 28 de octubre de 1910, y la boca abierta del recién nacido señala otro estómago que llega para conocer un vacío del que nunca escapará totalmente.
Pasan años y presidentes, vacas gordas y flacas, y Cuba se tambalea sin caer. Eligio Sardiñas Montalvo, «el Yiyi», nacido y criado en Santa Catalina, vive de esa misma forma: es un negrito desgarbado y mal alimentado que no intimida ni a su sombra, pero sobrevive a la vorágine callejera del Cerro. Vendedor de periódicos y limpiabotas sin padre, asiste a la Arena Colón, donde aprende lecciones que en la escuela nunca le podrán explicar. Aunque su currículo docente se detiene en el tercer grado de primaria, a esa edad este «monina» ya tiene el equivalente a un máster en materia de esquivar y golpear.
Sus días pasan entre voceos, hambre y handball, que es como todos conocen a la pelota vasca en La Habana de 1922. Pero algo más le alimenta. Después de ver tanto tipo cogiendo «palos» sobre el ring, decide que ese es su futuro. Su sueño es el mismo que el de otros tantos: hacerse famoso y ganar dinero para comprarle una casa grande a la vieja y que, luego, ella no tenga que lavar ni planchar más para la calle. La única diferencia es que la mayoría de esos soñadores no pega tan bien como Yiyi.
De quince periódicos es el premio al que aspira la primera vez que se ve entre las cuerdas. El diario La Noche paga esa cantidad al que sea capaz de superar a todos sus rivales en un campeonato sin nombre que se organiza para darle promoción a sus páginas. Allí se presenta Yiyi, el gargajo boxeador. Sólo tiene como arma sus puños en ráfaga, el izquierdo más rápido que el derecho, a causa de la menor longitud de una de las extremidades. El defecto no le detiene. Siguiendo al pie de la letra aquella máxima de que “dar es mejor que recibir”, hace morder el polvo a todo el que se le para delante. Nadie sabe nada, pero la leyenda comenzará pronto.
A sus 18 la cosa no ha cambiado mucho. Al momento de su debut, sólo mide cinco pies y cuatro pulgadas y pesa 125 libras. Además, está tres años por debajo del tiempo que establece el reglamento para hacerse profesional. Gracias a la Unión Atlética Amateur empieza a hacerse un nombre sobre el ring. Cuando conoce a Pincho Gutiérrez, el mánager se burla de él, pues le cree incapaz de vencer a Johnny Cruz, flamante Campeón Metropolitano. Pero Yiyi, que más nunca se llamará así, le mete el «un-dos» al susodicho y sorprende a Pincho, que decide llevárselo al «más allá» a probar suerte.
1928, Nueva York. Al autoproclamado Kid aquello le deslumbra. Pasa demasiado tiempo jodiendo antes de su debut en El Norte. “La pelea no llega y mientras hay que ir pasando el tiempo haciendo algo”, dirá para sus adentros. Hasta que un día le anuncian como parte del cartel.
Durante su primer combate los nervios son tantos, que tarda varios rounds en darse cuenta de lo que sucede. Su guía es una voz sin rostro entre la multitud. Eso, y los consejos de Pincho, lo devuelven a la realidad. Termine por «meterle» KO a Eddie Enos en el tercer episodio. Tras la victoria, en uno de los rotativos locales se lee: “Cuidado, de Cuba ha llegado una Nube Negra. Le llaman Kid Chocolate”.
“El boxeo soy yo”, dice a los amigos con los que le gusta gastarse el billete que gana dando golpes. Viste como un dandy y su elegancia es tal que le da para preciarse de haber detenido el tráfico en el mismísimo Nueva York. Así mismo le gusta subir y bajar del escenario competitivo. Vive orgulloso de mantener intacta su imagen a lo largo de los asaltos.
Hasta 1930 se extiende su invicto. Tras más de veinte sonrisas, el inglés Jackie Kid Berg le rompe la racha. Mientras, su peor enemiga —la sífilis— da señales de vida. El ’31 empieza bien. Gana cuatro al hilo y luego asciende al Olimpo. En Filadelfia, siete rounds le bastan para coronarse como nuevo campeón de los pesos pluma frente a Benny Bass. El único capaz de empañarle la temporada es Tony Canzoneri, quien le vence ante 19 mil aficionados furibundos.
Tras encadenar ocho sonrisas en 1932, incluida una defensa del título en casa frente a Davie Abad, Berg lo vence en la revancha. Sin embargo, luego se convierte en rey de los ligeros junior y de los gallos. Después, Canzoneri le tumba par de veces, aunque en la segunda de ellas el golpe definitivo se lo da la sífilis, esa puñetera que le cobra retroactivamente el haber estado con cuanta hembra linda se la pasó por delante. Las cosas no volverán a ser como antes.
Aunque se las arregla para cerrar el ’34 con excelsa marca de 47-3, su danza no es la misma. Menos ritmo, pegada y reflejos, cada vez menos de todo. Acelerada por la enfermedad, la curva descendente lleva a Chocolate directo al lugar del que salió. En 1938 cuelga los guantes. En lo adelante malvivirá en antros de todo tipo, acompañado en varias ocasiones por el alcohol. Sólo después del ’59 su vida recobra algo de sentido. Pero es demasiado tarde. Antes de morir tiene tiempo de contarle sus memorias al gran Elio Menéndez, que graba en tinta su relato de dolor y gloria. El 8 de agosto de 1988, su maltratado cuerpo recibe un último impacto y queda exánime sobre la lona.
Hoy, La Habana, esa vieja de casi 500 años, parece recordar cada vez menos al Kid. La polivalente, único sitio que llevó su nombre durante muchos tiempo, simplemente ya no lo es más. Pero no todo es lo que parece. Yiyi es más fuerte que eso. Queda en la memoria de muchos, en las clases magistrales de Alcides, en el swing demoledor de Teófilo, en las muñecas rotas de Douglas, en el waving indescifrable de Julio César y en el espíritu de lucha de tantos que todavía sueñan con tocar el cielo con sus guantes.
También está vivo a muchas millas de casa, en una de las entradas del colosal Madison Square Garden neoyorquino. Allí puede verse la oscura estampa encorvada de uno de los mejores pesos pluma de todos los tiempos. Ahí ha quedado inmortalizado, no en bronce, sino en la marca etérea de sus puños, que libran a diario una pelea sin final contra el cabrón fantasma del olvido.
Simplemente genial…no podía esperarse menos de ti «Sandy Mederos»