Ya fuera del avión, Frank hace todo lo posible por esfumarse del aeropuerto. Lleva prisa, al igual que el par de sujetos rígidos y serios que le siguen el ritmo de sus pasos largos y rápidos. Presumiblemente guardaespaldas, pensará la prensa. Uno de ellos agarra con fuerza una maleta, como temiendo que alguien se la pudiera arrebatar de un momento a otro. Por más que lo intenta, Frank no puede evitar a la horda de periodistas que se le abalanza encima. Esa es su maldición, la fama, y aunque la asuma con más gozo que dignidad, esta vez es distinto. Pero él es Sinatra, “La Voz”, el ídolo de multitudes, así que cumple el protocolo y responde algunas preguntas superficiales con una disimulada sonrisa. Al fin se va. A partir de entonces cuidará mucho de no ser visto caminando por las calles de La Habana.
Su próxima parada es el Hotel Nacional de Cuba. Allá lo espera un viejo amigo, un compatriota italoamericano mecenas de su carrera musical. Ambos se saludan con cariño. Sinatra lo llama como todos hacen, Lucky, y le ofrece unas baratijas de oro que trajo como regalo de los Estados Unidos. Su amigo está encantado. Después, los hombres que le siguieron del avión hacen lo mismo y entregan la misteriosa maleta. Dentro hay dos millones de dólares que ellos, los hermanos Fischetti, han traído como tributo en nombre de las familias de Chicago. Años más tarde, Sinatra negará este encuentro afectuoso con Lucky Luciano, el gran líder de la Cosa Nostra. Mentirá también cuando diga que jamás cantó para él.
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Al menos por las dos últimas semanas de diciembre de 1946, el Hotel Nacional de Cuba estará prácticamente reservado. Para ello han pagado un grupo de autodenominados “hombres de negocios” con mucho dinero para gastar. Casi más de la cuenta, y eso es algo difícil de encontrar en esta Habana de lujos y ocio. También dicen ser norteamericanos, pero casi todos se registran con apellidos evidentemente italianos, de esos que terminan en “etti”, “anno” o “ello”.
Se encierran en un salón con las bebidas y comidas dispuestas de antemano, como para que los mozos del hotel no tengan que entrar. Dentro los besos, abrazos y cumplidos van a parar a un mismo individuo: un hombre con la piel tostada, los cabellos negros y el rostro desfigurado. Él no solo se ríe de su fealdad, sino que está orgulloso de ella. Todos los días frente al espejo recuerda que sobrevivió a la tremenda golpiza que le dieron por orden de su último jefe, Salvatore Maranzano. El cuerpo lleno de cicatrices, el nervio atrofiado de un ojo, secuelas que se llevará a la tumba… pero sobrevivió. Fue cuando un amigo suyo lo vio y le dijo You are lucky, Luciano que se decidió por su apodo definitivo, su nombre de guerra.
Cada uno de los presentes le da un sobre. Sus contenidos suman un cuarto de millón de dólares. Toda una fortuna, pero eso es solo un regalo, un pequeño presente para el líder de la mafia que lleva ya unos años fuera de Estados Unidos y ahora se ha fugado de su destierro en Italia para reunir a las grandes familias norteamericanas.
Lo rodea el gremio del crimen que él organizó. La Comisión, que es como gusta llamarle, la conforman los hombres más perseguidos de Norteamérica, los más peligrosos ahora que Hitler no está. Aquel con la mirada penetrante y fría de un jugador de ajedrez en plena faena es Frank Costello, el “Primer Ministro” de Luciano. Ese otro, gordo y con cara de pocos amigos, es el temible Albert Mad Heater Anastasia. Cerca esta Vito Genovese, con la mandíbula cuadrada y sus cejas siempre arqueadas. El de la sonrisa, el elegante, es Joseph Bonanno o Joe Bananas, como le llaman sus iguales, los jefes de familia. También está, con sus espejuelos de miope, Trafficante Jr, el señor de Tampa. Hay más, muchos más, pero de todos quien realmente destaca –después de Don Luciano, por supuesto- es un hombrecillo enclenque, de unos cuarenta y tantos años, con unas enormes orejas y una tremenda nariz que sobresalen de su diminuta cara. Se llama Majer Suchowlinski pero, como casi todos los presentes, cambió su nombre por uno que le hiciera sentirse yanqui y le recordase menos a su país natal, en este caso, Bielorrusia. Ahora le conocen por Meyer Lansky.
Cuando no está reunido, Luciano suele pasar el tiempo entre las piernas de una prostituta. Tiene ahora tantas a su disposición que La Habana comienza a parecerle el paraíso que desde hace meses Lansky intenta venderle, pero a pesar de su obsesión por las putas, no olvida que fueron ellas las que lo delataron. Él, el asesino despiadado, el gran extorsionador y traficante de drogas fue, al fin, detenido y encarcelado, aunque bajo acusaciones de proxenetismo. Al igual que Al Capone, su ídolo, Luciano había caído por el más pequeño de sus crímenes.
Tanto en el conclave como fuera de él, Luciano se hace acompañar de Lansky. Aunque a veces se les suma Costello, el gran jefe prefiere la compañía de este hombre con aspecto de duende. Juntos pasan varias horas conversando en privado. Cuando los mozos del hotel los interrumpen para traerles bebidas, ambos callan y esperan a estar completamente solos para reanudar la plática. Meyer The Little Man Lansky le cuenta de su gran descubrimiento: La Habana. Habla de su proeza con grandilocuencia, como quizás Colón debió hablar de la suya ante sus majestades católicas. Le brinda detalles de cómo usa a los políticos a su antojo y de cómo una islita caribeña le ha librado del brazo largo del FBI. Luciano se entusiasma cada vez más con la iniciativa de su fiel amigo. Quizás ahora recuerda todos los sacrificios que hizo por este judío enano bielorruso. Lansky fue, sin dudas, su mejor inversión.
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Antes de ser el gran Capo, Charles Lucky Luciano fue Salvatore Lucania, un simple niño venido de Sicilia a los Estados Unidos en 1907, y establecido junto a su familia en el Lower East Side de New York. Mientras los demás chiquillos de su edad aprendían algún oficio para vivir, Salvatore prefirió especializarse en el uso de la navaja y los puños. Sus fechorías pasaron rápidamente de robos y asaltos a tráfico de heroína y extorsiones. En poco tiempo logró ganar más dinero que su padre, quien forzaba la espalda todos los días como mano de obra barata en la construcción.
Por esa época conoció a Suchowlinski, un judío pequeño y flacucho que, para sorpresa de Lucania, compensaba su debilidad física con fuerza de voluntad y una insospechada inteligencia natural. Majer Suchowlinski era de los que se esperaba que tuviese una corta vida en el difícil ambiente de las calles neoyorquinas, pero su astucia le fue suficiente para sobresalir. El siciliano reparó en esas cualidades que seguiría admirando años después y que tanto le ayudaron. El judío enclenque, por su parte, había encontrado en él un aliado fuerte en quien protegerse. Fue, como quien dice, una relación simbiótica.
En aquellos tiempos también entabló amistad con Benjamin Siegel y Frank Costello. El primero era otro joven judío delincuente, lo cual le hizo muy apegado a Suchowlinski. Benjamin Siegel, a quien comenzarían a llamar Bugsy, era lo opuesto a su amigo bielorruso: un bruto musculoso, temerario y violento. Costello, en cambio, era un muchacho calmado, metódico, de mente fría y calculadora. Siendo apenas un niño cayó en prisión por tenencia ilícita de armas de fuego, razón por la que juró no portarlas jamás. Su promesa fue el hazmerreír del mundo del hampa por un buen tiempo, hasta que todos comprendieron que el juramento no le impedía mandar a otros a usar pistolas y metralletas. Entre todos compartían una sola cosa, fidelidad a Salvatore Lucania, ya convertido en Charles Luciano. Era imposible prever por entonces que aquella banda de jóvenes se convertiría, años después, en la corte real del crimen organizado.
Los hábiles movimientos de la pandilla de Luciano para sacar tajada del tráfico de alcohol en plena Ley Seca llamaron la atención de Joe Massiera, un veterano rey de las calles que por aquellos momentos se pedía la cabeza con otro gran mafioso, Salvatore Maranzano, en lo que se conoció como la “Guerra Castellammarese”. Luciano tenía entonces 30 años y controlaba buena parte del juego y la prostitución en New York. Massiera, una bestia violenta y glotona, lo trajo a su bando para asegurarse un buen aliado, pero las tempranas discrepancias entre ambos le empezaron a llenar la cabeza de sospechas y arrepentimientos.
Al gordo Massiera no le hacían mucha gracia los compinches de Luciano, en especial Lansky y Siegel, los judíos. Tampoco simpatizaba con la idea del tráfico de narcóticos que tanto defendían los jóvenes mafiosos. Él era de la vieja guardia, de los que respetaban ciertos códigos de honor y no aceptaban en su mundo a aquellos que no tuviesen, al menos, ascendencia italiana. Era la generación de los conservadores, la de los “Mustache Pete”, contra la sangre nueva, los “Young Turks”. Luciano defendió a capa y espada a sus amigos de la infancia contra las amenazas de su jefe. Para él, la mafia debía abandonar sus códigos y la parte ritual heredada del anticuado honor siciliano para convertirse en un medio de ganar dinero. Nada más. Los improperios de Massiera y la golpiza brutal que recibió por voluntad de Maranzano le hicieron reflexionar. La Guerra Castellammarese era mala para el negocio. Los tiroteos constantes y los cadáveres amaneciendo en los ríos y los basureros atraían más periodistas que moscas, y con ellos a la policía. Para colmo de los males, y sin quererlo, se había comprometido en el bando equivocado.
Una tarde decidió acompañar a Massiera a una de sus habituales comelatas en el Scarpato’s, un restaurante de italoamericanos en Coney Island. A su jefe nada le gustaba más que tragar platos y jugar cartas, y Luciano, que parecía muy animado ese día, le complació el capricho. Mientras el Don organizaba la baraja, su joven secuaz pidió pasar al baño. El gordo Massiera esperó sentado a su compañero de juego sin sospechar que Luciano había ganado la partida antes de empezarla. La salida al baño fue el farol. El as bajo la manga tardaría unos minutos en aparecer. Sonaron de pronto varias ráfagas de ametralladoras. El desfigurado Lucky entró nuevamente al salón. Caminaba despacio, calmado, como si no hubiese oído nada. En el suelo, Massiera baleado y un manojo de cartas desparramadas. Frente al cadáver, Bugsy Siegel, Vito Genovese y Joe Adonis, todos armados. Los cuatro se miraron en silencio y poco a poco comenzaron a mostrar unas sonrisillas infantiles, llenas de complicidad.
Quince años después, los verdugos de Massiera vuelven a estar juntos, a excepción de Bugsy, que está atendiendo negocios en Nevada. Todos observan a Luciano, quien pide silencio para que Lansky hable. Cuando el pequeño duende abre la boca todos escuchan. Con el tiempo han comprendido la valía de este hombre que, como buen judío, parece tener un sexto sentido para los negocios. Lansky comunica a los presentes lo que ya había conversado en privado con Luciano. Vende la idea de hacer de La Habana un santuario para mafiosos como si vendiera alfombras en un bazar árabe. Cuenta del éxito de sus inversiones en hoteles y casinos en la ciudad, incluido el mismísimo Hotel Nacional. Habla de cómo corromper a los políticos cubanos y hace énfasis en un tal Fulgencio Batista, un expresidente que no le molestaría ver de nuevo en el poder. Al final llegan a un acuerdo: La Habana será el nuevo gran feudo de la Cosa Nostra, el punto de partida del tráfico de drogas hacia Estados Unidos.
Uno de los hombres claves para el futuro desarrollo del acuerdo es Santo Trafficante Jr. Con apenas treinta y dos años, este señor tiene por herencia a Tampa, donde controla el negocio del juego que hasta hace poco pertenecía a su padre. Sin embargo, en La Habana es segundo en la línea de poder. El primero, por supuesto, es Lansky. Su misión será organizar la salida de narcóticos de Cuba hacia Tampa, y desde allí distribuirlos hacia los enclaves del resto de las familias. Pan comido. Trafficante Jr es el mandamás de La Florida, un rey fuera de la ley, el ingenioso artífice de una lotería ilegal que con cierto éxito había introducido en la isla bajo el nombre de “bolita”, en la cual colabora un ejército de “anotadores” que en Estados Unidos prefieren llamar numbers runners.
Sí, Trafficante Jr es the man para tan ambiciosa empresa. De sus años junto a Meyer Lansky ha aprendido mucho, sobre todo a esquivar burlonamente al FBI. En La Florida inventó un extraño dialecto usado por sus hombres llamado “tampan”, una fusión caótica de español e italiano que sirve para despistar a los escuchas de la policía. Tiempo después, el prometedor Traffciante Jr se hará un lujoso hotel en La Habana bautizado como Capri, escapará mil y dos veces de los tribunales, lo perderá todo e intentará recuperarlo financiando atentados contra la vida de un líder guerrillero de apellido Castro, y estará envuelto, al menos en rumores, en el asesinato de un presidente norteamericano.
Con la aprobación unánime de la propuesta de Lansky, Luciano está listo para tratar otras cuestiones. Sabe que con los estupefacientes hará más dinero del que hizo con el alcohol en tiempos de la Ley Seca. Está en la cima, en el Everest de su carrera. Ningún momento fue tan oportuno para su coronación como Capo di tutti capi.
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