La Habana es la ciudad de las tildes porque resulta –podríamos decir– el lugar del país donde todo se acentúa. Y el fenómeno no lo condicionan presuntas cuestiones genéticas o talentos desmesurados, sino la aglomeración indetenible de personas casi en un mismo espacio y la testaruda seguridad, en cada una de ellas, de que, por estar en la capital, pueden hacer lo que les dé la gana y como les parezca.
Siguiendo esa línea, sus peloteros han ganado algunas series nacionales en determinadas temporadas donde, en realidad, no han sido el equipo de mejor trayectoria ni contado con la más “feliz” de las nóminas, pero han utilizado como arma mortal el peso de su camiseta.
Nadie en Cuba negaría que el secreto de los habaneros para sacar temporadas del congelador –o simplemente juegos, como sucedió hace unos días con los amigos pinareños– radica en lo enorme de su ego; esa envidiable capacidad de sentirse superiores “porque yo soy el león, así que quítate y punto” los hace renacer aún faltando tres outs para la fatalidad definitiva.
Con los guapos de La Habana sucede parecido: se creen los decanos de su arte a lo largo de la Isla, del Caribe y del planeta, como si ser “un pesao” resultara un fenómeno endémico y exclusivo de los rasguñados barrios del Cerro o La Lisa, aseveración que francamente se tambalea cuando uno zapatea un par de callejuelas de Matanzas o Santiago de Cuba.
Pero, volviendo a aquello de los acentos y las tildes, en la capital parecen darse todas las condiciones para que alguien potencie lo que quiere ser: artista, letrado, científico, chofer de taxis cuasi exprés, activista de cuanto aparezca, maleante, pescador de orilla o mucho de lo anterior al mismo tiempo…
Las gracias y las culpas habría que repartirlas desde los mismos tiempos de la colonia, cuando el oro de México era empleado para levantar, en este pedacito de tierra, la sucursal de los vicios, complejos, defectos, grandezas y virtudes del imperio español. Esas cosas se arrastran y desembocan, siglos después, en que cualquier habanerillo te pregunta de dónde eres y antes de que le respondas, tan solo al advertir tu mirada foránea, te suelta “calmao, chama, que La Habana es La Habana y lo demá´e jarias veddej”.
El extraño caso del cartel salao
Tengo que admitir que caminaba más tranquilo, desconfiado y –quizás– feliz, cuando aún no había sido infestado con el miedo a los carteles. Pasarle por debajo a una señal, para mí, nunca fue menos que el precioso símil de quebrar la línea de meta en cualquier carrera o, poco a poco, ir rompiendo las marcas “virtuales” de distancia citadina, cual si se tratase de algún videojuego.
De ahí en más, aquel enmarque metálico solo podía ser concebido por mi mente extracapitalina como dos vigas de acero encajadas en el pavimento y empatadas en la cima por un listón –coloreable– de cinc o aluminio.
Andaba libre, por aquellos tiempos de pureza, de un mal presuntamente habanero que he insistido en llamar cartelofobia y que consiste, de manera básica, en ver, pensar y sentir a los tres tristes fierros como un misterioso portal de la mala dicha, sobre el cual yace un demonio de alas rasuradas y martillo en mano, para desbaratar los planes del que ose traspasar.
Y parece tema de chiste… pero, ya les digo, los habaneros se pasan. Cerca de la terminal de ómnibus nacionales, por ejemplo, pocos metros antes de llegar a Carlos III, se mantiene erguida una susodicha cuadrícula rompe destinos y –¿adivinen qué?– la gente, de tanto evitarla, con casi dos metros de acera para pasar, prefiere bordear el cartel y ha desarrollado un profundo –hasta la piedra– trillo en el césped que separa el asfalto de la zona para peatones.
Otro caso típico resulta el de la parte curva y enlomada de la calle L, al costado de la Universidad de La Habana, donde aparece el cartel techando la acera y, por fuera de él, descansan dos o tres tanques de basura.
De más está decir que los transeúntes prefieren apretarse al vertedero, con sus olores y demás agregos, que violar la todavía no escrita maldición. Es decir, nos referimos a una patología neurótica que vaya saber usted a qué responde y que, si bien encuentra espejos en alguna que otra zona de la Cuba extramuros, parece hallar aquí el punto matriz de su neuralgia.
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El habanero, mirándolo como categoría social, resulta un concepto en constante alimentación que bebe del agua que le vaya cayendo. Desde otra perspectiva, se trata del que más alardea de su origen y del que menos claro lo tiene.
Le encanta desayunar pan tostado con huevo frito o torrejas sin azucar y afirmar, con fuentes audiovisuales muy precisas, que come tostada a la francesa o huevo en nido.
Se trata, de todos, el que más se nos parece y el que, a veces, se toma la atribución de hacerte pruebas de aptitud para entrar a un lugar que, en definitiva y por derecho, ya es tu casa.
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