Todo esto va de no hacer nada, de descolgarme en la cama y tratar de tocar el techo, de pensar, por ejemplo, en lo mucho que me gustan las tipografías con serif, porque los ojos ruedan mejor por los renglones. O cuál es esa película en la que el protagonista es un gallo de nombre Chanticleer, el gallo Chanticleer, que es como llamarse dos veces Roberto. Mirar el techo, y la telaraña que hace como que cae todo el tiempo pero no. Pensar en torrejas y escuchar a la vecina dando instrucciones a un mono calvo que tiene por mascota: «¿Le echaste la cucharadita de azúcar a los frijoles?», y él que sí. «¿Y la tapita de vinagre y la hoja de laurel?». Pero el calvo por ahí no pasa, por la hojita de laurel no, porque siempre le cae en su plato y una vez «¿no te acuerdas, mami?», se la tragó.
Estoy en la cama y pido un café, pido un café mientras miro la telaraña y ahora sí, ahora sí que cae la maldita… El café con canela, me gustaría tomarlo tranquilo, en mi propio ladrillo de pasar las tardes; café con canela, canela y pan, pan frito y almíbar… Vuelvo a pensar en torrejas y en la misma línea monologal me vienen a la cabeza esos muñequitos donde hay dos familias separadas por un cañón y tienen sus casas en la cima de dos colinas; se disparan todo el tiempo durante los diez minutos felices de mi infancia, cuando vuelvo a aquella casa donde cabíamos todos y la felicidad también, anudada y envuelta en el regalo de la niñez, que era tan fácil como pasar esas tardes, pasarlas nada más. No como ahora, en la cama, rasgando el techo y olvidando el cielo.
Que piense en cosas cómicas no resuelve nada. Tampoco me alegran ya las cabriolas de los gatos y escucharlos maullar me recuerda el grito de las ambulancias abriéndole el pecho a la madrugada. A las dos, tres, cuatro horas de camino a la mañana cuando pasan continuas muy cerca de mi casa, yo sigo atado de miedo a la cama, pensando todavía en que todo esto va de no hacer nada. O, cuando más, tratar de tocar el techo.
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