Argentina no salía de favorito. Con un juego rocoso y apostando a la ventaja mínima, vencieron cada escollo al estilo Simeone: partido a partido. Además, su producción de goles dependía de Messi. Las apuestas no estaban con ellos. En cambio, Brasil mostró diferentes facetas en el torneo: superioridad absoluta o tirarse atrás a defender, lo que fuese necesario con tal de ganar. Además, jugaban de local. En el Maracaná. ¿Qué podía salir mal?
Las dos selecciones salieron a buscar el gol. Mucho esfuerzo y poco fútbol. Daba la sensación de que el mediocampo argentino devoraba al brasileño. Paredes y Lo Celso sacaban músculo y Casemiro y Fred no lograban contrarrestarlos. En una recuperación inofensiva, De Paul mandó un trazo largo para un Di María ligeramente adelantado; Lodi, viendo cómo le ganaban las espaldas, intentó interceptar y terminó por habilitarlo. El resto fue pura calidad del fideo. Imposible no pensar, mientras se mecían las redes, en todos esos goles que no se anotaron en las tres últimas finales, en los fallos, en esas ocasiones tan claras que no se cree cómo no subieron al marcador. Un gol que seguramente gritaron Higuaín, Mascherano, Lavezzi, toda esa generación que se atragantó cuando tuvo el título en las manos. Tal vez debía morir Maradona, como una suerte de sacrificio al Olimpo, para que la albiceleste volviese a levantar un título.
Perdón, el partido no se ha terminado. La verdeamarelha demoró en reaccionar. Argentina olió sangre y fue a buscar otro gol con una presión bien alta. Fueron minutos de alta tensión, donde, a golpe de fuerza y patadas, ambos intentaban imponerse. Pero Argentina optó por hacer lo que tan bien le ha funcionado en toda la Copa. Tirarse atrás y resistir. Terminó la primera mitad y todos sabíamos cuál sería el guion de la segunda: la defensa férrea de Scaloni vs los chispazos de Neymar.
Sin ningún tipo de complejos, la albiceleste plantó sus dos líneas de cuatro y le regaló el balón a Brasil. La canarinha no sabía bien qué hacer con él. Neymar lo intentaba de todas las formas, pero la estructura no lo acompañaba. Para colmo, Tite dejó solo a Casemiro en el centro para buscar más gol arriba, y terminó por partir el equipo a la mitad y dejar a Firmino como una especie de mediocentro. Parecerá un chiste, pero las más claras de la segunda mitad las tuvo Argentina.
La seguridad de la zaga era impresionante. Romero estaba trepado en una atalaya y Otamendi (librado de una posible expulsión) cambió sus piernas por par de cimitarras. Montiel apeló al coraje para detener como podía cada embestida. Acuña se olvidó de atacar con tal de mantener el cero. Buena parte de ese cero se lo deben a ellos.
Aunque Di María se llevó el premio al mejor jugador del partido, no poner un asterisco con la aclaración “y bien pudo ser De Paul” sería injusto. Rodrigo estuvo en todas partes, dio la asistencia, sirvió a Messi en una clarísima y tuvo el chance de anotar el segundo. Un pedestal para él, por favor.
Messi tuvo la sentencia en sus pies y se le enredó el balón. Los fantasmas regresaron. En ese momento, alguien pudo prever el empate de Brasil, pero ya la suerte estaba echada. Ni un castigo más para Lío. El marcador no se movería. Argentina era campeón de algo después de casi 30 años.
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