En la tumba 52 del cementerio sevillano de San Fernando yace Antonio Abad Lugo Machín. Su modesto panteón, fabricado en mármol negro, está coronado por un ángel de tez oscura que representa un bello guiño a la canción más celebre de este intérprete, nacido en Sagua la Grande, actual Villa Clara, el 11 de febrero de 1903.
Según se cuenta, hasta ese sitio acuden con frecuencia muchos pobladores locales (aunque no solo ellos) para dedicarle canciones, algún chorrito de ron y también su par de gardenias, flores que igualmente recuerdan aquella composición de Isolina Carrillo que él inmortalizó con su voz.
El vínculo del señor Machín con la urbe hispalense es especial. Allí, además de una calle con su nombre, en 2006 fue inaugurada una estatua en su honor. Creada por el artista Guillermo Plaza Jiménez, la pieza fue instalada en la Plaza de Carmen Benítez, situada junto a la Iglesia de San Roque y con la mirada fija hacia la Capilla de Los Negritos, de donde era cófrade y al lado de la cual vivía su hermano Juan Gualberto.
El relato de amor entre el cubano y la ciudad del Guadalquivir comenzó en los tiempos de la posguerra. Antonio llegó a España en 1939, huyéndole al conflicto bélico que sacudía a toda Europa, pero allí se encontró con un panorama inesperadamente áspero. Tras un tiempo en Barcelona se marchó a Sevilla y allí tuvo la suerte de conocer a María de los Ángeles, su compañera de toda la vida y madre de Alicia María José, su única hija.
Al calor de la Giralda y el flamenco, Machín se aferró al arte y se ganó un lugar en la escena musical ibérica. Él mismo describió tal relación diciendo que “naciendo cubano, ¡no se puede ser más sevillano!”, aunque lo cierto es que eventualmente cruzaría esa frontera hasta convertirse en un ídolo para toda la nación.
Tan importante fue su impacto en la vida de varias generaciones de españoles, que cuatro años después de su muerte, sucedida en Madrid el 4 de agosto de 1977, en el Palacio de los Deportes de Barcelona, ciudad en donde se le quiso enormemente, se reunieron grandes de toda España para rendirle homenaje a quien había sido parte esencial de la banda sonora popular durante varias décadas.
Sobre ello habló el también célebre Joan Manuel Serrat en el documental Machín. Toda una vida, de 2002: “la figura de Machín está ligada a la cultura sentimental de la radio, que suponía una pequeña ventana por donde penetraba la luz en unos tiempos muy sombríos. Corrían tiempos de hambre, privaciones y miedo. Cuando yo tuve uso de razón, Machín ya estaba consolidado en la memoria sentimental de la gente”.
Además, el autor de Mediterráneo dice haber aprendido del cubano porque este “era una esponja tremenda, en la cual cabía El manisero, Angelitos negros y el repertorio de Osvaldo Farrés. También podía cantar guarachas con idéntica y pasmosa tranquilidad. Se lo sabía todo. Y alrededor de aquellas canciones, que eran historias, nacieron las vidas sentimentales de las gentes. Machín resultó fundamental”.
¿Quién le iba a decir a este hombre, uno de los más de doce hijos que tuvieron la criolla Leoncia Machín y el gallego José Lugo, que iba a llegar tan lejos?
Al principio, Antonio era solo un albañil que cantaba por placer. Sin embargo, tras ser descubierto por el párroco del pueblo, fue invitado a la iglesia a demostrar sus dotes. Allí, subido encima de una silla, usó su voz para poner los pelos de punta a los feligreses con su interpretación del Ave María de Schubert.
Los prejuicios del padre estuvieron a punto de impedirle dedicarse al mundo del arte, pero el apoyo materno fue suficiente para derribarlos y darle el empujón necesario con el fin de marcharse hacia La Habana en busca de fortuna como artista.
Ya en la capital, el guitarrista Miguel Zaballa notó su calidad y ambos comenzaron a hacerse de un nombre. Luego el joven se unió al Trío Luna y más adelante conoció a Don (Justo Ángel) Azpiazú, célebre director de orquesta que lo acogió como segunda voz de su agrupación.
A las órdenes de este hombre, el de Sagua consiguió otro nuevo hito, al grabar Aquellos ojos verdes y El manisero, tema considerado como uno de los primeros éxitos de ventas millonarias en la historia de la música cubana.
En 1930, Antonio decidió emprender una carrera independiente en Nueva York, en donde fundó el Cuarteto Machín. En la Gran Manzana logró tener éxito durante varias temporadas y grabó más de 160 vinilos para la empresa RCA Victor, tras lo cual dio el salto a Europa en el ‘36.
Del otro lado del Atlántico hizo una primera y breve parada en Londres; luego siguió camino a París, en donde se unió al pianista Moisés Simons, autor de El manisero, para crear un sexteto. De la capital francesa se marchó a una gira que incluyó a Italia, Países Bajos, Alemania, Rumanía, Noruega, Suecia y Dinamarca.
En el ’39 llegó a España y poco a poco reunió allá a parte de su familia y grabó sus primeros temas por esos lares, entre los cuales Noche triste fue su primer hit. Más adelante, de nuevo como solista, estampó su sello en canciones como Toda una vida, hasta que en 1947 lanzó en el teatro Novedades de la metrópoli catalana el que sería conocido como su himno: Angelitos negros, poema original del venezolano Andrés Eloy Blanco, musicalizado por el mexicano Manuel Álvarez Rentería e interpretado con anterioridad por el mismísimo Pedro Infante.
Tras asentarse totalmente en España, se aplatanó tanto que llegó a ser descrito como “el más cubano de los españoles y el más español de los cubanos”. Regresó a Cuba en una oportunidad, en 1958, y fue recibido con todos los honores que merecía una figura de su calibre.
Pese a vivir fuera de la Isla durante tanto tiempo, a lo largo de su carrera, Antonio Machín compartió cartel y escenario con varios compatriotas como Pacho Alonso, Ela Calvo, Los Papines, Carlos Puebla o el dúo Los Compadres, formado por Lorenzo Hierrezuelo y Francisco Repilado, más conocido como Compay Segundo.
En su segunda patria, entre 1969 y 1972 recibió el Olé de la Canción, galardón que lo acreditó como uno de los cantantes más populares del país. Además, participó en filmes como Fin de semana (1964), en donde interpretó al chofer Baltasar, y Hola… Señor Dios (1970), en donde hizo de sí mismo.
Como declaró en una oportunidad, su éxito, el cual le permitió codearse con grandes de la copla española, radicaba en dos razones fundamentales: las letras y la forma muy personal en que él las cantaba. “Todo el mundo las entiende y vibra con ellas. Un cura rural de la Argentina ha hecho pintar, en su iglesia, unos ángeles morenos después de conocer Angelitos negros”, expresó.
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