Para bien o para mal, aparecen en todas partes y encontrarse con ellos resulta la manera más jodida de salvarse en la carretera.
Los hay de cualquier tipo: con forma de escaparate, de ataúd, de escarabajo y hasta los que lucen como un Ferrari multiplicado por diez, a pesar de los tantos años que siempre cargan consigo.
Sobre los camiones se levanta una cortina misteriosa. Solo tenemos ideas vagas del precio o el destino, de la capacidad o la parada. En ese juego de azares hay mucho que varía y escasas constantes. Una de ellas: tú nunca puedes hacer nada.
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Estratégicamente, el cobrador se ubica junto a la puerta de subida. Pide lo suyo y pasa de uno por uno, mientras barajea el macizo bulto de billetes. El camión del 2019, más que con gasolina, luz brillante o petróleo, se mueve con dinero.
Los parados, de tantos, importunan a quienes se apretaron más rápido y mejor para alcanzar asiento. Y allí, donde no resta espacio ni a la réplica, aparece la queja como derecho divino entre quienes pagaron lo mismo pero ocupan jerarquías distintas; nada… la nariz empinada de los que se acomodan en un trozo de tabla.
El armatoste se mueve a tientas por las callejuelas del margen de la ciudad. Encima, en las paredes del ojo huracanado, los habituales de cada jornada. El chofer, intrépido y valiente, realiza otra parada en pos de fomentar la solidaridad regional. Asoma su cabeza y grita que “vamos a apretarnos un poco”, que “eso sigue vacío”.
Las palabrotas levitan y el conductor, un tanto triste por aquello de la mala forma, toma consejo y parte de manera definitiva.
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El camión: reducto móvil, escueto, comprimido, donde el zipper de las nalgas de la mujer adelante te araña las rodillas al tomar asiento. De ir parado -probable- tendrás que calcular, cual reflejo condicionado, los efectos del calor, la velocidad, el área de apoyo, la inercia, el tiempo, la masa, la fricción, la gravedad… y el estado emocional -tal vez etílico- de la pierna que acelera y frena allá en la cabina.
Abordarlo resulta el pan del día -doble o triple- de unos cuantos que llevan en sí tal nivel de humildad y nobleza que amanecen y se acuestan pensando: ¡Qué suerte que por lo menos hay camión!
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Y, por momentos, la gente casi no habla. La jornada laboral, lo mismo en su cierre que en su apertura, trae aparejado un sesgo de melancolía en el rostro. Asusta pensar que el camión esperará mañana y las fechas que le siguen, saber que el monstruo de las saturaciones será el destino y la agria salvación.
Pocos prefieren quedarse en casa o en los oficios que la circundan, porque la gente que lo hace -dicen- no adelanta y se estanca en su miseria. La mayoría necesita ir y virar, aunque sea para presumir de que, como un electrón libre, tiene la capacidad de moverse.
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El viejo que trepó por la recurrida puerta de emergencias va parado y tiene, a diferencia del resto, un halo de optimismo impregnado en la frente. Posee también una herida que, con los baches, pierde progresivamente el apósito cobertor. Él lo recoloca.
En cada batey, el señor levanta la mirada, te toca con el codo y dice: “mira… esta es La Ceiba y ahora vamos para la Lolita, el lugar en Cuba donde más alto crecen las matas de mamoncillo”.
Y el anciano, atento a veces, termina siendo de las personas de camión que preguntan hasta llegar al borde de lo incómodo. Interrogantes minimalistas y profundas: “¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Qué harás? ¿Cómo llegaste?”. Se trata de cuestionamientos tan simples y esenciales que cualquiera sentiría vergüenza de formulárselos a sí mismo.
Una cuarentona abandona su puesto y el viejo se adueña de él. Vuelve a tocarte con el codo y remata: “¿Viste? Siempre escampa”.
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-¿Qué les viene primero a la cabeza?
-Necesidad.
-Calor.
-Apretazón.
-Lo que más así: inseguridad.
-Montaña rusa, vértigo. No, no, no… a mí lo que me viene a la cabeza es accidente.
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Aunque prime el frío, sudas y, a pesar del calor, escapan los temblores; el camión aparece cual demonio mediático y telegénico que muestra ante las cámaras su rostro más sangriento. No obstante, a diario ves cómo zarpa y atraca sin mayores pleitos y te sumas entonces al juego banal y supersticioso de las probabilidades.
Te subes. Porque, en fin, “es lo que es y está como está, pero no queda de otra y hay que morder”.
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