De inicios de los 2000 me quedan estos recuerdos:
- las tardes en que mi madre me obligaba a ver 23 y M porque quería meterme en una escuela de música. Ella pensaba que viendo ese show pésimo me nacería un bemol de vocación. No sucedió;
- el fin de las marchas por el niño Elián. Recuerdo aquella imagen de su regreso, cuando alguien lo alzó en brazos ante el público, como Rafiqui a Simbad. Esto, sin embargo, fue bueno: al fin pude deshacerme de las fotos del chico que, en la escuela, nos obligaban a llevar siempre encima.
- mi padre me regaló un equipo de música como premio —con algunos meses de adelanto—, porque ya había calculado que sería el mejor graduado de mi año…
Todo eso, cabalísticamente o no, alineó una serie de sucesos, de algunos traumas que poco tiempo después confluyeron en una crisis de identidad…
Claro, quedan otros recuerdos, como ese de sexto grado, cuando levanté la saya de Janny, pasé mi índice entre sus piernas, y ella sonrió. Fue en el receso de las 10 a.m., recuerdo, porque en horario de almuerzo me clavó, en acto de venganza, una punta de lápiz en el dedo gordo de la mano izquierda. Lloré en silencio. No podía decirle nada a la maestra… Lo cierto es que nunca más intenté el acoso. Desde entonces mis recesos fueron lecturas del diccionario y de un libro sobre boxeo del que no recuerdo el nombre. Amé ese libro como a nada en aquella edad, porque la profesora de Educación Física me obligaba a copiar 20 páginas cada vez que no saltaba el 1.70 cm sin impulso en la prueba de suficiencia. No lo negué entonces, tampoco ahora: siempre fui un gordo feliz. Jamás quise a una muchacha como a mi jaba de la merienda. Ni siquiera a Janny, con sus nalgas de parábola. Con un poco de lecturas de Historia y un pan con queso crema a media mañana, conquistaba territorios nuevos sin salir de mi pupitre. Comoquiera, ya tenía un trozo de grafito en un dedo, y más de 80 páginas de copias por saltos fallidos.
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Lo siguiente sí me avergüenza, lo digo ahora; será la primera, la única vez: durante un año mi madre me peinó idéntico a Elián González, el niño náufrago. Encima de la cómoda había una de esas fotos de cartulina que repartieron para adorar al ídolo acuático. Y mi madre todas las mañanas cogía la foto en la mano, se fijaba y exacto, tan como la imagen, lograba subirme tres cabellos sobre la frente. Hoy sé que lo hizo como estrategia. Igual, dio sus frutos: fui el mejor graduado.
Para dejarlo claro: si alguien lee esto, que me traiga a Elián González. Tengo ánimos para anillarme la mano y extraerle del rostro los siete desfiles que hice en su nombre… Solo por inconsistente no soy campeón olímpico en la marcha.
De 23 y M y Edith Massola no hablaré mucho. Ella sabe que detesto su dinámica rumbera, su falsa actuación solariega. Una vez, hace como dos años, la vi en la feria de Arte en la Rampa y le grité: “Papelacera”. Espero me haya escuchado… Y si alguien quiere, que me la traiga también. La pondré a topar con mi prima Elismary, que cuando cumplió 15 años le envió una carta pidiendo que la felicitara en su cumpleaños y Edith, tan mala, no lo hizo. Desde entonces mi prima le tiene prometido un jab al mentón, una mordida en la cara…
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Ahora, después de pensarlo con calma durante años, estoy convencido de que más allá de una crisis de identidad, solo puede darse una crisis de fe. Con once años no sabían quién era. Con veintisiete, sé quién no quiero ser y en qué no quiero convertirme. Tengo, también, algunas certezas: no creo en consignas, no me gustan las marchas ni las reuniones, odio la palabra militante y el color verde olivo; a veces quiero encerrarme en un ring con gente que odio y golpearlos hasta perder los nudillos —esto último no por violencia, sino en pago por lo que me deben.
Aunque estoy convencido de que jamás recuperaré la vida, el tiempo perdido en la cárcel insular… Ni eso, ni el equipo de música que mi padre me regaló como premio en sexto grado, y que me robaron antes de empezar séptimo.
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