Kotoko, un nombre que suena a una de esas barritas de chocolate rellenas con coco…
Pero no. Es una película perversa y obsesiva que el cineasta Shinya Tsukamoto se extrajo de las costillas en 2011… Casi siempre lo hace así el genio japonés. Cada obra suya es una extirpación primigenia, siniestra y traumatizante como un vómito de sangre. Aunque en sus films el terror es una máscara, debajo casi siempre está el rostro de un sicópata, una persona depresiva o bipolar —a la protagonista se le da bien clavar tenedores en las manos de sus pretendientes. Un síntoma.
Hablamos de Kotoko (interpretada por la cantante de J-pop, Cocco; ya lo decía), una mujer joven con trastornos mentales, bella, también, si por ahí lo vemos. Esa belleza que Tsukamoto sella con delirios y prácticas poco habituales. Por ejemplo, para saberse viva, para asegurarse de que su sangre todavía le recorre el cuerpo, la mujer se corta las venas periódicamente.
Resumen: Kotoko tiene un hijo. Lo quiere mucho, lo odia a veces, cuando imagina que lo lanza desde la azotea y el cobertor del niño vuela y su cuerpo rebota contra la acera; sonido de cartílagos que se rompen. Y la madre comienza a llorar y a buscar a su hijo que lanzó desde el tejado y lo encuentra otra vez entre la misma manta azul cielo, en la sala, reposado…
El guion, trabajo a cuatro manos entre el cineasta y la cantante Cocco, tiene, como punto a destacar, esa certeza de contar una historia, o sea, no es un conjunto de aberraciones narradas con efectismo escandaloso. No. Hay algo para decir en esas páginas, luego imágenes. De inicio, una madre con problemas mentales que lucha contra su manía de autolesión y pretende proteger a su hijo de los peligros del mundo exterior. Y esto dura hasta que servicios sociales quitan el niño debido a su enfermedad mental.
Resumen: Kotoko es una joven que canta, porque viaja a la casa de su hermana a ver al hijo que le arrebataron. Va en un autobús, bajo el sol contra la ventanilla, y canta entre estados meditativos, con ese desencanto solitario y atractivo de las chicas de Edward Hopper. En lo siguiente, aparece Tanaka (alter ego de Tsukamoto, interpretado por él mismo), un escritor que se enamora de Kotoko…
Si hacemos una separación arbitraria, la sinopsis anterior es la de una “segunda parte” en la misma cinta. Comienza cuando los protagonistas se conocen y establecen entre ambos una relación de perversiones basadas en el masoquismo de Tanaka, para el placer de Kotoko, amante lejana y verdugo. El escritor ve en la violencia de su amada la expresión única de su amor, la expresión pura de un sentimiento. Así, se somete a sesiones de tortura, en lo que es, de seguro, una de las relaciones de pareja más tormentosas hecha cine.
A los espectadores impresionables les recomiendo que, si ven la película, se tapen los ojos del minuto 52 al 55. Entre otros…
En esa escena de tres minutos, Tsukamoto nos traslada a la ultraviolencia y la asfixia de Haze (2005). La cámara en mano va tras los protagonistas como si se cayera, como si resbalara sobre la angustia. En Haze, el cineasta ensaya con la cámara claustrofóbica encerrada en primerísimos planos; en Kotoko el movimiento caótico, una especie de danza, obliga a la cámara a un traslado continuo —zoom in-zoom out—, a removerse, temblar, a caerse cuando los actores caen… La cinematografía de Tsukamoto es el reverso de la calma oscura del suspense en la obra de Hitchcock. Funcionan igual en planos convexos.
Hacia la conclusión, la película pierde toda su coherencia temporal. Empiezan los saltos en el tiempo en todas direcciones, derivas narrativas, sueños y confusiones entre ficción y realidad. Llega un momento en que el espectador cae en una espiral, donde nada de lo visto durante todo el film parece verosímil, sino hologramas de la locura de la protagonista —incluidos Tanaka y su hijo.
Entre tanto, Tsukamoto deja un regalo gore, pura ficción agresiva: con extrema simpleza revienta en pedazos al niño de Kotoko al ser disparado con una escopeta. Un niño de meses, entiéndase. Con los sesos y la sangre derramados, ¿ok? Todo esto para desdibujar los límites de lo consensuado. Para Tsukamoto y su cine alucinatorio no hay barreras entre la ficción revelada por una mente enferma, y el mundo circundante. No existen espacios sagrados…
Al final —quien ha visto las películas del director japonés lo sabe—, Tokyo es un sueño. También Kotoko.
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