Recuerdo a los varones de mi Secundaria, allá por el 2004, con la camisa por fuera durante los recreos; en los ventanales, recostados a las puertas o en el fondo del aula, aquel espacio para la introducción al sexo torpe y furtivo que tan acertadamente llamamos “el último puesto”, zona de los dedos salados y pegajosos, donde siempre, al final de la tarde, podías encontrar un botón suelto, amarillo y traslúcido entre el polvo. Nadie se sentaba en ese puesto de la esquina en horario regular, nadie tocaba jamás la parte baja de aquella mesa… En los turnos de Educación Física arrastré hacia allí a varias de mis conquistas, chicas con senos blandísimos y pezones para colgar percheros; otras con medialunas, apenas la anunciación de las aureolas, a las que siempre acaricié con igual delicia y ensalivé con la esperanza de verlas crecer con el riego.
Entonces, y hasta hoy, llamábamos “echar bala” o “disparar” al ejercicio de conquista que en aquel tiempo siempre tuvo como meta la “descarga”. Ahora digo que esa obsesión por el amor breve no era vicio de promiscuo sino arte cinegética, algo así como la pasión que sienten los cazadores por la presa: importa la cantidad, pero sobre todo el ejemplar capturado; los trofeos. Por eso andábamos por ahí, de fiesta en fiesta tras el olor de las púberes recientes. Y bailábamos con las luces apagadas porque en la oscuridad evolucionaban mejor las cinturas en sus rutinas de perreos, y entre temblores, ondulaciones y réplicas, uno deslizaba la mano bajo esas sayas tan a propósito, entre los blúmeres que ahora recuerdo estrechos y con elásticos débiles, muy permisivos… Si se conseguía el fin último, si los dedos emergían resbaladizos y lustrosos de su bautismo, quedaba decretada la conquista. Cuando algún amigo bailaba cerca, uno le ponía el dedo victorioso en la nariz. Nos gustaba compartir la gloria…
Todos amamos los Círculos de Estudio, que podíamos nombrar indistintamente como “pija-amada” o “pijamamada”, porque nos divertía y por ser cierto: claro, a eso íbamos. Siempre había algo que estudiar con las chicas porque jamás entendimos nada nosotros solos. Nos reuníamos luego de la comida en una casa, la habitación cerrada; no podía ser en otro espacio mientras pasaban el noticiero y así no podíamos concentrarnos. No conté cuántas veces me desahogué entre los libros o sobre la loza que luego limpiaba con las medias… Sin embargo, recuerdo bien esa cosa rara que nos hacía S con la lengua, como pelar un mamoncillo sin usar las manos, técnica efectiva que aceleraba las precipitaciones. Y entre problemas de 2 con 2; moles y destilación, hacíamos todo (menos sexo duro); en parejas, a veces ni siquiera en ese formato, pero con la inocuidad y limpieza de todo lo adolescente. Nos veníamos en conjunto, aunque sin orden, tan civilizadamente. Y luego nos quedábamos mirándonos las caras como si nada. Cierta inocencia nos permitía ver todo lo sexual en su forma original pura, orgánica.
Después de tantos años y de usar el sexo como arma de combate, yo jamás pude regresar a ese punto esencial de mis trece años, a aquella candidez como de niños desnudos bañándose en la playa.
Quizás por eso recuerdo tanto ese tiempo; cada día, no sé, cien veces al mes repaso caras en sepia y pasajes deslavados que nunca logro unir de una vez cuando intento un montaje. Esto, casi siempre, mientras estoy acostado y miro el techo como si se cayera y… se cae. Despierto entonces —en algunas bien contadas y exquisitas ocasiones—, a los trece, trece años atrás, con la sensación fija de S entre las piernas. Y la pienso suave, casi en sílabas…
S, ambidiestra de senos esponjosos y un poco tristes, te digo ahora: fuiste la mejor de todas.
Por eso digo que cuando venimos a estos lugares de despojo en esta parece que interminable diaspora, nadie nos entiende, no nos entendemos, y el único que tiene la razón es aquel que fuimos