Herman Webster Mudgett, a una pipa pegado, fumaba entre una expectoración y otra, escupiendo a veces la picadura de tabaco turco que se le pegaba en la lengua. Podía pasar horas acomodado en una otomana, observando desde ventanillas secretas el paseo vespertino de sus huéspedes desmembradas; mujeres solo torso y a veces piernas, que lloraban sus desgracias sin poder enjugarse las lágrimas.
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En 1892 Webster Mudgett tenía 31 años y una falsa identidad bajo el nombre de Henry Howard Holmes o H. Holmes o Dr. Holmes; esas figuraciones en honor o por envidia del detective literario superdotado.
Antes, cuando todavía era Herman, se había graduado de medicina con el dinero estafado a su primera esposa, tenía varios cargos por fraude y había trabajado durante un tiempo en el negocio de la muerte: vendía huesos humanos, cadáveres completos de ninfas o efebos, según el pedido.
En Chicago pactó nupcias con Myrta Belknap, joven millonaria a quien usurpó sus bienes y luego mató. Sabemos qué hizo con sus huesos; con el dinero construyó el Holmes Hotel, el Disneyland soñado de un psicópata.
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Una docena de compañías constructoras trabajaron en el edificio del Holmes Hotel. Webster Mudgett no les pagaba al término, y así lograba la retirada de los trabajadores. Entonces contrataba otra empresa y así, hasta que nadie supo jamás, ni siquiera los constructores, el laberinto del mal erigido en pleno Chicago. Paredes falsas y deslizantes provocadoras de asfixia por compresión; habitaciones herméticas e insonorizadas, puertas y escaleras hacia ninguna parte. Cuando las víctimas encontraban la correcta, terminaban en el corredor de la muerte donde Webster Muddgett satisfacía su placer voyerista mientras las veía desfilar —muñecas rotas—, antes o después de la desmembración de los cuerpos.
(Dr. Holmes tenía un conocimiento minucioso de la anatomía y cierta predisposición hacia las formas femeninas. Por eso las jóvenes solitarias y de clase alta eran sus víctimas preferenciales. Le gustaba la mutilación al señor Holmes, también disfrutaba de cauterizar las heridas haciendo explotar pólvora sobre los muñones de las muchachas amputadas.)
Toda bifurcación conducía al sótano, parque de diversiones con máquinas trituradoras de huesos, juegos de pinzas para pezones, versiones avanzadas de la Pera; algunos autómatas: el de la panza de hierro ardiente, otro que, alternadamente, podía clavar puñales o hacer cosquillas a la víctima hasta desfallecerle.
Luego estaba un foso de cal viva para los cadáveres, y un tanque de ácido sulfúrico.
El Castillo Holmes quedó terminado a fines de 1892. Listo para recibir huéspedes durante los seis meses de la Exposición Universal de Chicago, 1893; escenario propicio a Webster Mudgett, pues esa ciudad norteamericana sería hervidero de las almas libertinas e independientes de esas jóvenes que creyeron serlo hasta el momento justo de encontrarse encerrada en su último aposento, espacio por demás anexo a la mente sangrienta de Webster Mudgett, o a su distorsivo travestismo holmesiano.
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Una serie de estafas pueriles en Texas condujo al sabueso Frank Geyer, gran detective, a la pista del Dr. Holmes -cuyo rastro empezaba y concluía en su Castillo en Chicago-, a cuerpos mutilados extendidos con cables desde el techo: chicas mariposas con las alas arrancadas; también a otro montón de huesos que, más tarde, los peritos declararon pertenecían a 200 muestras de diferentes ADN.
Solo seis meses duró la Exposición Universal de Chicago.
Webster Mudgett, cautivo y convicto, se declaró autor de los asesinatos de 27 damas. Solo eso.
Un tribunal en Filadelfia lo condenó a pena de muerte por ahorcamiento, destino consumado el 7 de mayo de 1896, nueve días antes de sus 35 años. Fue sepultado en el cementerio Holy Cross, en una tumba al doble de profundidad de las convencionales, y cubierta con una capa gruesa de cemento fresco, según sus indicaciones.
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También escribió un diario de 256 páginas, autobiografía incompleta. Allí recordaba un pasaje de cuando niño; aquel día en que los muchachos mayores, luego de machacarlo a golpes, lo obligaron a besar a un hombre muerto.
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