Joe Madows murió la madrugada del 4 de octubre de 1970, junto a otros siete yonquis de los alrededores de Hollywood. Todos compraron heroína al mismo camello, un tipo con esmoquin al que nadie identificó.
Joe, en su juventud, empleado de correos; alguna vez taxista de medio tiempo, heroinómano de tiempo completo. Joe, su nombre en una ficha del departamento de policía de Los Ángeles, héroe urbano una noche en la que salvó de un asalto a dos estudiantes universitarios.
Aunque da igual. Este texto no hablará de Joe.
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La cabeza encajada entre la cama y la mesa de tocador, en una mano algunas monedas de un vuelto. Boca abajo, desparramada Janis, como si ejecutara una penitencia infinita.
Así la encontró su agente John Cooke a medio día del 4 de octubre de 1970, en la habitación 105 del Landmark Hotel, en Hollywood.
Luego, el forense declaró que Janis Joplin murió por sobredosis de heroína 16 horas antes; 16 días después de Jimi Hendrix.
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—Fue un tropiezo, chico, eso te lo aseguro.
Esa fue la respuesta de Peggy Caserta para un reportero de la revista Vulture. Caserta, antigua amante de Joplin, hace cuarenta años intenta desmentir su responsabilidad en la adicción de la cantante a la heroína. Para ello escribió Going down with Janis, un libro que, asegura, no escribió drogada.
—¿Cuándo escribe usted, Peggy?
—Oh, chico, a veces, cuando las manos no me tiemblan.
Sin embargo, Peggy todos los años respira la brisa de la playa del condado de Marin, California, donde la familia de Joplin esparció sus cenizas.
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Seth Joplin no fue más que un obrero texano; la madre, doméstica Dorothy, cantó alguna vez en sus años de High School.
De niña Janis iría a misa de la congregación Iglesia de Cristo; de adolescente escucharía a Bessie Smith y a Ma Rainey; de joven cantaría en los blues bar de Lousiana.
Joplin, fanática de los beatniks, se hizo alcohólica con la banda Waller Creek Boy, heroinómana con la Big Brother and The Holding Company.
Era San Francisco, 1964. Janis: dos adicciones, 35 kilos de peso.
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Desde 1965 hasta la noche de su muerte, Janis jugó al amor: se enamoró de un empleado de IBM, de un guitarrista hippie que la introdujo al sexo lésbico, de un mochilero que solo la amó en la selva amazónica, de un yupi neoyorquino que el 4 de octubre de 1970, luego de una discusión telefónica y un listado de culpas e infidelidades, le provocó a Janis la última de sus depresiones.
—Nos casaremos en México y después haremos un crucero de viaje de bodas por el Caribe.
Les había dicho Janis a sus amigos unas horas antes en un local de Barney’s Beanery. Mientras, su prometido yupi, Seth Morgan, le procuraba la propina a una camarera.
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Joplin, aburrida en la habitación 105 del Landmark Hotel.
Llamó a Seth, pero no contestó, también llamó a Peggy Caserta, quien no pudo verla pues ya tenía cita con una joven aspirante a poeta.
Entonces bajó al lobby, compró una caja de cigarros, habló del tiempo con el recepcionista.
Una de la madrugada. Janis jugaba a componer en la mente canciones de amor. Luego se aburrió.
Entonces el tedio, la punta de una aguja…
Letargia, espasmos, la piel evaporada después de la picadura; la duermevela como cinerama: blanco y negro, imágenes en 8mm; cosquilleo por el roce de sargazos… Entre la cama y la mesa de tocador, la cabeza suelta de Janis.
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(Este texto debió terminar ahí, justo antes de esos tres asteriscos feísimos, pero no puedo resistirme: recientemente descubrí una página web de suicidas fanáticos de suicidas literatos como Yukio Mishima, Hemingway, et al. Los fanáticos recrean el suicidio de sus autores favoritos y luego comparten la experiencia y dan tips para hacerlo más atractivo. También hacen rituales de paso, orinan y eyaculan sobre las páginas de sus ídolos.
Un dato.)
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