A inicios de los años 60 en Cuba, muchas personas sintieron que la realidad les obligaba a elegir, única y exclusivamente, entre dos opciones: quedarse y asumir el nuevo proyecto de país encabezado por Fidel Castro, o marcharse a hacer su vida en otro país.
Manuel Silva era un tipo de muchos recursos. Abogado de profesión y propietario de tierras explotables, sus posibilidades de éxito en este archipiélago estaban prácticamente aseguradas. Sin embargo, la Revolución y los cambios que vinieron con ella hicieron que él empezara a sentir que este no era un lugar para él y los suyos.
Un día de 1963, mientras sacaba cuentas en su oficina, resolvió que cambiar de panorama era lo más lógico para el futuro de la familia. Así, montó a todos en un barco y partieron de la Isla rumbo a la Florida.
Años después, su hija Irene, que en ese momento tenía sólo diez años, le contaría a sus descendientes que aquel trayecto había sido “el día más divertido de su vida”. Sin embargo, y a pesar de lo sencillo que fue el recorrido, lo que vino después significaría para sus padres un reto que pondría a prueba sus límites como seres humanos.
Las cosas no estuvieron fáciles y, a falta de mejores oportunidades, Manuel tuvo que hacer maravillas para sostener a todos en casa. Llegó a vender fresas a la orilla del camino en Miami con tal de ganarse unos dólares que dieran de comer a su esposa y los tres niños.
A pesar de todo, los Silva tenían claro qué era lo más importante. Cuando por fin apareció una oportunidad de mejorar, se mudaron a Chicago y allí dejaron la vida trabajando para que sus hijos sólo tuvieran que preocuparse por estudiar. Al final, la vida les pagó bien, pues los tres lograron convertirse en profesionales: Irene se hizo doctora, su hermano varón se graduó de arquitecto y su hermana se convirtió en dentista.
El ejemplo de Manuel y Berta sirvió de inspiración a Irene con su propia familia, sobre todo después de que su marido se marchara, dejándola prácticamente sola con cuatro muchachos. Durante años, sus pequeños la vieron despertar a las seis de la mañana e irse a trabajar durante 12 horas para poder garantizarles lo mínimo y permitirles que se dedicaran a la escuela, casi exclusivamente. El ciclo parecía destinado a repetirse.
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La historia del hockey sobre hielo en Cuba es un asunto prácticamente nulo. Buscando en los archivos uno puede encontrar algunos “coqueteos” del gélido deporte con la nación caribeña, pero en ningún caso llegan más allá de pistas de patinaje montadas temporalmente para el disfrute de unos pocos.
Lo más “cerca” que estuvo nuestra nación caribeña de pucks y sticks fue a finales de la década del 30 del siglo pasado. Entonces existió un equipo profesional, los Havana Tropicals, que junto a los Coral Gables Seminoles, Miami Clippers y Miami Beach Pirates, formó parte de la efímera Tropical Hockey League, torneo que se disputó en el sur de Estados Unidos a lo largo de la temporada 1938-39.
Pero más allá del nombre, lo cierto es que aquel plantel no tenía mucho de cubano. Resulta que, además de poseer una plantilla formada en su mayoría por jugadores canadienses, la sede y cuartel general del club estaba en el miamense Metropilitan Ice Palace. En fin, de La Habana y Cuba, nada.
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Álvaro Montoya nació el 13 de febrero de 1985 em Chicago, Illinois. Nieto de Manuel e hijo de Irene, el chico supo pronto a lo que había venido a este mundo: su temperamento y ganas de luchar venían codificados en su ADN.
Para él y sus hermanos, los inviernos en la Ciudad de los Vientos eran más divertidos cuando podían salir y jugar al hockey en las nevadas calles de la urbe. Aunque para los demás aquello terminara siendo sólo un juego, para Al, como todos le conocían, era algo más serio.
Sus hermanos terminaron escogiendo un camino diferente: David jugó fútbol americano en la universidad y ahora tiene un negocio en Chicago; y los gemelos Carlos y Marcos son administrador de un gimnasio y dentista, respectivamente. Sin embargo, para Al siempre fue todo o nada con el hockey.
El chico comenzó a practicar con el bastón y el disco de caucho hasta dominar al máximo los elementos básicos del deporte. Luego vinieron los juegos de secundaria y su ascenso como arquero, hasta que en 1999 participó en el Torneo Internacional de Hockey Pee Wee de Quebec, evento anual a donde van a probarse los mejores prospectos menores de de 12 años.
Después de esa experiencia en Canadá, Montoya estuvo con las escuadras de la Loyola Academy y Texas Tornado, de la North American Hockey League. Ya para 2000 era integrante del equipo nacional estadounidense de la categoría juvenil y también de los Wolverines de la Universidad de Michigan, sitio en el que estudiaba.
Su 2004 fue un año de grandes éxitos, pues además de conseguir un récord de 30 victorias, siete derrotas y tres empates con Michigan, participó en el Campeonato Mundial Junior de Hockey que organizó Finlandia, torneo en el que se coronó campeón con su selección nacional al vencer 4-3 a los canadienses en la final. Para cerrar la temporada, fue la elección de los New York Rangers en la sexta ronda del draft de la National Hockey League (NHL). Allí le pondrían el sobrenombre de «Big cubano».
Antes de ascender definitivamente al máximo nivel, Montoya pasó tres cursos (2005-2008) con los Hartford Wolf Pack de la American Hockey League. Posteriormente fue traspasado por los Rangers a los Phoenix Coyotes, quienes lo enviaron de vuelta a la AHL con los San Antonio Rampage.
El debut de Al en la NHL sucedió el 1 de abril de 2009 en un partido entre los Coyotes y Colorado Avalanche. Ese día mantuvo su portería en cero en el triunfo de los suyos por marcador de 3-0 y se convirtió en el primer atleta con sangre cubana en disputar un partido oficial en la élite de ese deporte.
Durante la campaña 2008-2009 jugaría un total de cinco encuentros en la NHL y luego sería incluido en la convocatoria del equipo nacional que disputó la cita del orbe de Suiza ’09. En el torneo planetario fue titular una vez, cuando los norteamericanos vencieron a Francia por 6-2.
En febrero de 2011, Montoya se mudó a Nueva York para integrar el roster de los Islanders, para quienes sí tuvo la oportunidad de jugar regularmente debido a la lesión de los otros dos cancerberos. Al final de la temporada cerró con 21 participaciones, récord de 9-5-5 y porcentaje de paradas de .921. Ese mismo año volvió a defender los colores de la selección en el mundial de Eslovaquia, con la cual disputó cuatro choques y terminó en el octavo puesto.
Después de dos años en la Gran Manzana, fue transferido a los Winnipeg Jets para ser suplente del checo Ondřej Pavelec y en 2014 volvió a cambiar de elenco, al ser contratado por los Florida Panthers.
Entre 2016 y 2018 regresó a tierra canadiense para fichar por los Montreal Canadiens, en donde se mantuvo como arquero, por detrás del titular Carey Price. Luego cambiaría su camiseta por la de los Edmonton Oilers, para los cuales jugaría completo el curso 2017-18 antes de ser enviado a los Bakersfield Condors de la AHL.
Con más de una década en el máximo nivel del hockey, Al sigue siendo un tipo apegado a sus raíces. En una entrevista que dio para la web de los Canadiens, declaró su gusto por la comida cubana y también por las grandes reuniones familiares que caracterizan a los oriundos de la mayor de las Antillas.
“Para mí, lo que hago es un privilegio. Jugar este juego sabiendo cuál es mi origen, demuestra quién soy y de qué estoy hecho. Sin los sacrificios que mi familia hizo para llegar a los Estados Unidos y permitirme practicar el hockey, no estaría aquí. El trasfondo cubano es una gran parte de lo que soy”, expresó en una ocasión para el portal oficial de la NHL.
Montoya ha reconocido en más de una oportunidad su enorme admiración por su madre y sus abuelos, a quienes agradece por haberle enseñado el valor del respeto y del amor en la formación de una familia, dos ideas que día a día intenta convertir en el principal legado que dejará a sus dos hijos: Camila y Henry.
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