Roberto Urrutia, el ícono cubano que burló una embajada y fue olímpico 2 veces por EEUU

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Roberto Urrutia. Foto: G. Gurgenyan.

El torneo de halterofilia de los Juegos Panamericanos de Indianápolis 1987 contó con la presencia de los mejores representantes de esta área geográfica, aunque la realidad es que todos sabían de antemano que Cuba se llevaría los mayores premios. Y así fue. Los de la Mayor de las Antillas cosecharon 25 títulos, cuatro preseas de plata y otra de bronce, con lo cual demostraron su enorme superioridad a nivel del continente.

Durante la competencia correspondiente a la división de 75 kilogramos, los del “verde caimán” se agenciaron el primer y segundo puesto en la clasificación general, aunque, visto lo visto, bien podrían haber ocupado las tres plazas, pues el tercero en el podio, Roberto Antonio Urrutia Hernández, también había nacido en el archipiélago caribeño y no era un deportista cualquiera.

Aquel día, en el Circle Theater de Indianápolis, quedó por detrás de sus compatriotas Pablo Lara y Francisco Alleguez, aunque le bastó para colgarse tres bronces. No obstante, la melancolía fue más fuerte y al momento de pararse en el podio y volver a escuchar el Himno de Bayamo, sintió que la distancia que lo separaba de todo aquello lo transportaba muy lejos de esa urbe norteamericana.

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Acostumbrado como estuvo siempre a cargar cubos de agua escaleras arriba, su fuerza física alcanzó niveles por encima de los esperados y eso quedó evidenciado cuando a los 14 abriles llegó a ser campeón junior de la Isla y a los 16 se coronó entre los mayores a nivel nacional.

A la altura de 1987, no era el mismo hombre que años antes idolatraban como el pesista más célebre de cuantos integraban el equipo nacional cubano: había sido campeón mundial en las ediciones de Stuttgart ’77, Gettysburg ’78 y Salónica ’79, primero en la división de 67.5 kilogramos y las dos veces restantes en los 75.

En base a esto último, las expectativas en torno a su participación en los Juegos Olímpicos de Moscú ’80 eran elevadísimas. En la cita de Montreal ’76 había quedado sexto, debido a lesiones de muñeca que lastraron su rendimiento y, por tanto, esta nueva oportunidad se presentaba como el momento perfecto para probar su poderío entre la élite del planeta.

Como parte de la preparación para el magno evento que tendría lugar en la entonces capital soviética, Urrutia, que desde los 19 años era capitán de la selección, viajó a Ciudad de México, urbe a donde regularmente iban nuestros representantes para realizar entrenamientos de altura y mejorar notablemente su condición física.

Aunque desde fuera todo parecía ir bien en la vida del halterista nacido el 7 de diciembre de 1957 en el Vedado habanero, por dentro el hombre lidiaba con varias contradicciones que le impedían pensar claramente en los resultados deportivos. La creciente aspereza en su relación con el entrenador Ramón Madrigal y el temor a envejecer olvidado en su país, tras haber cosechado tantas sonrisas, le metieron en la cabeza la idea de abandonar lo que hasta entonces había construido y buscar su futuro en otro sitio.

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Guiado por su instinto y la intensificación de las desavenencias con Madrigal, quien le había forzado a entrenar aún cuando él se encontraba indispuesto y con un estado general de salud bastante irregular, Roberto decidió tomar medidas extremas que implicarían, entre otras consecuencias, no volver a ver a su hijo, por entonces de solo tres meses de nacido, hasta inicios de los años 90.

Tras el desayuno en el hotel, de vuelta en su habitación, Urrutia agarró unas sábanas y se armó una cuerda improvisada con la cual bajó de una altura posiblemente superior a los cuatro pisos. No obstante, a falta de una “soga” más extensa, el tramo final del descenso debió hacerlo con un salto temerario, a medio camino entre la fe y la locura.

Una vez fuera del hotel, el cuatro veces recordista mundial y monarca panamericano en las citas multideportivas de México ‘75 y San Juan ‘79, “adivinó” un autobús y logró aproximarse a la Embajada de Estados Unidos. Entre el estado de nervios que traía y sus nulos conocimientos de inglés, le fue imposible armar una explicación que le permitiera entrar a la sede diplomática. Pero aquello no bastó y, aún a riesgo de perder la vida, saltó la barda perimetral y se coló en el edificio. Tras horas de incertidumbre, logró ser recibido por el cónsul, quien le ayudó a encaminar un poco la situación.

De México, con algunos papeles firmados, lo mandaron hacia Laredo, ciudad localizada al norte del río homónimo, en el estado de Texas. Allí le dieron un poco de dinero, ropa, y él se montó en un avión camino a Miami, en donde sintió que estaría a salvo de la barrera idiomática.

En la soleada urbe floridana le tocó sufrir la suerte del inmigrante y el multimedallista se vio forzado a dormir donde le cogiera la noche, al punto de convertir un auto inhabilitado en una especie de habitación temporal. Eventualmente dio con Rafael Guerrero, un cubano entusiasta de las pesas, quien le ayudó a encauzar su trayectoria y le dio “la luz”, al presentarle nada menos que a Murray Levin, presidente de la Federación Estadounidense de Halterofilia.

Sin embargo, un hombre sin papeles y sin evidencia demasiado palpable que le avalara como uno de los mejores atletas de su disciplina a nivel mundial, debió soportar seis años de trabajos temporales hasta que logró hacerse ciudadano y juró fidelidad a las barras y las estrellas. Eso, y la suerte de haber conocido en 1983 a Laura, quien luego sería su esposa, le dieron el ánimo que a veces no le sobró durante todo ese lapso.

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Conseguida la nueva nacionalidad, Tony, como ahora le llaman, dejó atrás momentos como el asalto del que fue víctima cuando trabajaba en una tienda, las malas noches que pasó como guardia de seguridad de un centro nocturno, las miles de bolsas que cargó en Publix o las millas que hizo a bordo de su camión. En lo adelante, todo para él sería cosa de ir “levantando”, otra vez.

Contra la mayoría de pronósticos, lideró al equipo estadounidense en la cita bajo los cinco aros, la segunda para él a nivel personal, y en territorio surcoreano logró ubicarse en un increíble octavo escaño, teniendo en cuenta sus 30 años de edad y el hecho de que alternar entre el trabajo y el entrenamiento era algo que condicionaba negativamente su rendimiento.

Cuatro veranos después, en Barcelona, regresó a competir en una justa estival, pues aún en ese momento seguía siendo el mejor de la división (82,5 kg) en su tierra de acogida. Por supuesto que no podía aspirar a estar entre los primeros, lo cual quedó claro con su lugar 17, pero al menos Urrutia se dio el lujo de cerrar su carrera activa en el sitio que a cualquier atleta le gustaría: participando en unos Juegos Olímpicos.

Tras su retiro, estudió en el Union Institute & University (1992-1996). Ha trabajado como entrenador en diferentes gimnasios y espacios dedicados al entrenamiento físico, como el Doralfit, en donde estuvo en 2017, según aparece en su perfil de Facebook. Fuera de esos detalles, casi todos obtenidos de su cuenta personal en esa red social, no hemos logrado encontrar más información sobre su vida actual.

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