La cubana que alcanzó la fama a los 89 años y luego ganó millones de dólares

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Carmen Herrera y algunas de sus obras. Foto: Matthew Carasella.

En 2020, recién cumplidos los 105 años, la pintora cubana Carmen Herrera estaba todavía viviendo un sueño que había comenzado para ella hacía tres lustros. “Es cierto que ya no pinto como antes, pero sí que intento hacer dibujos. Porque qué voy a hacer si no, ¿morirme? Por las mañanas, después de desayunar, me siento a la mesa que está junto a la ventana. Trabajo todos los días, para mí es tan natural como respirar, lo llevo haciendo casi un siglo. Además, cuando una hace lo que le gusta no lo considera trabajo”, contó en aquella ocasión.

Considerada como una pionera de la abstracción geométrica y el modernismo latinoamericano, la nacida en La Habana el 30 de mayo de 1915 y fallecida el 12 de febrero de 2022 en Nueva York, fue protagonista de una de las historias más increíbles en el mundo del arte.

Hija de Carmela Nieto, una de las primeras mujeres periodistas de Cuba, y sobrina de otro gran intelectual como fue el cardenal español Ángel Herrera Oria, durante su infancia creció rodeada de mucha cultura y de seis hermanos mayores.

Más adelante, en la flor de la juventud, quiso ser arquitecta, pero la situación del país, en medio del gobierno de Machado, no le ayudó en ese sentido. A esa etapa se refirió en un diálogo con The Guardian en 2016: «siempre había revoluciones andando y peleas en la calle. La universidad estuvo cerrada la mayor parte del tiempo, por lo que afectó mis estudios”.

Blanco y verde (1959). Foto tomada de The New York Times.

No obstante, aquellos inconvenientes se transformaron en nuevas oportunidades, pues descubrió la geometría minimalista como la mejor forma de expresarse artísticamente. “Allí se abrió un mundo extraordinario para mí que nunca cerré: el mundo de las líneas rectas, que me ha interesado hasta el día de hoy”, describiría años después en el libro Carmen Herrera. Lines of sight.

Su primera exposición sucedió en 1937. A falta de galerías para exhibir sus creaciones, ella y unos amigos colgaron los lienzos en los árboles del capitalino Parque de Albear.

“Tuvo mucho éxito de público. Recuerdo que presenté un Cristo crucificado en una esvástica que hacía referencia al ascenso del nazismo de Alemania”, recordó no hace mucho tiempo.

En 1939 se fue a Nueva York junto a su esposo, el profesor Jess Lowenthal, y durante la siguiente década expuso en el Salon des Realités Nouvelles de Art Abstract de París.

Más adelante, Carmen y Jess se marcharon hacia la Ciudad Luz y allí conocieron a grandes como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Genet, Pablo Picasso, Wifredo Lam, Barney Newman —destacado representante del expresionismo abstracto— y Peggy Guggenheim, conocida coleccionista de arte.

“¡Qué buenos fueron aquellos años! París estaba lleno de bicicletas y de artistas de todas partes del mundo. Allí, en medio de ese ambiente, logré desarrollar mi estilo sin presiones, con una infinita sensación de libertad”, recordó en una oportunidad.

Carmen Herrera trabajando en una de sus obras. Foto tomada de The Guardian.

En el ’50 volvió a casa para realizar una exposición en La Habana, pero aquello pasó sin penas ni glorias. De ahí regresó a Europa, en donde los problemas económicos la forzaron a retornar a Estados Unidos con todos sus cuadros.

Una vez establecida de nuevo en territorio norteamericano, Herrera fue víctima de la discriminación por ser mujer y latina. A partir de entonces empezó a sufrir un largo calvario para imponerse a gran escala como artista.

“En mi época, mi género y mi nacionalidad fueron un impedimento. ¿Qué se le va a hacer? ¡Pues trabajar más, con más tesón e ignorar los prejuicios! En ocasiones el rechazo me dolía e indignaba. Admiro a las mujeres que han cambiado esas actitudes. Conocí y admiré mucho a Amelia Peláez, que también tuvo que enfrentarse a los mismos obstáculos que yo y lo hizo con una fuerza y un empeño que me sirvió de inspiración”, rememoró en la revista Tendencias del Arte.

Pese a ser muy bien valorada por los expertos, tuvieron que pasar varias décadas más hasta que Carmen alcanzara la fama. No obstante, ni siquiera en sus peores momentos perdió la esperanza. “Mis amigas del Village iban al psiquiatra y yo, en cambio, al Metropolitan”, declaró a El País.

Finalmente, el éxito le llegó en 2004, cuando ya contaba 89 años. Entonces, de forma inesperada, varios coleccionistas comenzaron a invertir en sus pinturas y en un breve lapso de tiempo la cubana se convirtió en una sensación mundial.

“Ese año, el galerista Frederico Seve había anunciado una exposición con tres artistas mujeres concretistas, pero una de ellas se echó atrás en el último momento. Entonces, mi querido Tony Bechara, que era amigo suyo, le enseñó algunas de mis obras y pasaron a formar parte de la muestra. Coleccionistas como Ella Fontanals-Cisneros, Estrellita Brodsky y Agnes Gund compraron piezas mías”, relató en una entrevista concedida en 2020.

En los meses siguientes, el MoMA de Nueva York, el Museo Hirshhorn de Washington y el Tate londinense también adquirieron pinturas suyas. Carmen había llegado a la cresta de la ola.

“¡Qué ironía! Pensé mucho en mi marido que me apoyó tanto, durante más de 60 años, y que siempre tuvo fe en mí como pintora. Él no llegó a ver mi éxito (falleció en 2000), creo yo… ¿o sí lo está viendo?”, se preguntó en ese entonces.

Verde y naranja, obra de Carmen Herrera. Foto tomada de The New York Times.

En 2009 abrió su primera expo individual en el Viejo Continente. Organizada en la galería IKON de Birmingham, Reino Unido, la muestra retrospectiva (que luego fue trasladada al Museo Pfalzgallerie de Kaiserslautern) fue considerada como un hito por The Guardian, que la incluyó entre las diez más importantes de la primera década del actual siglo.

Diez años después de aquel instante reivindicador, sus Estructuras Monumentales se alzaron en el corazón de Manhattan en forma de cinco piezas gigantescas de aluminio, constituidas a partir de líneas rectas.

Sobre el mercado, ese ente que la mantuvo alejada de los focos de atención principales durante la mayor parte de su existencia profesional, expresó: “es incomprensible, un ‘misterio envuelto en un enigma’, como dijo alguien. En los últimos años, algunos de mis cuadros han llegado hasta los 2,5 millones de dólares y me parece una locura. Pero un artista no debe tratar de tocar ese tema, pues se puede quemar su imaginación o su creatividad”.

Su obra Blanco y Verde, pintada a mediados de los sesenta, fue vendida en tres millones 900 mil dólares, según publicó la prestigiosa casa de subastas Sotheby’s. En ese momento se conoció que las ganancias serían destinadas a ayudar financieramente a «jóvenes mujeres excepcionales». Y no fue la única pieza suya que rebasó esa cifra en la venta.

En 2010, reveló a El País que nunca había pintado “por gloria, ni por dinero, lo he hecho por necesidad y porque se me da bien. Claro que me interesaba vender mi trabajo antes y me mortificaba no hacerlo, pero no soy comerciante”.

Diez años después de esa conversación, tenía planificado celebrar su centésimo quinto aniversario con una exposición llamada Un, dos, tres en el East Harlem neoyorquino, pero desgraciadamente el Covid-19 le aguó la fiesta. A esas alturas, cuando le preguntaron si le quedaba algo por decir, respondió: “pues lo mismo que a los 25, los 50 o los 100 años. Creo que los pintores no deben hablar tanto, sino pintar”.

Vivió hasta los 106 en su casa-estudio de la Gran Manzana. Ni siquiera la artritis impidió que todas las mañanas, hasta el día de su muerte, se sentara a crear nuevas abstracciones geométricas. Mientras, en las tardes, solía disfrutar de la ópera.

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