El primer capítulo de la última temporada de Game of Thrones fue tan predecible como esperábamos. Presentaciones, reencuentros, paseos en dragón y otros aburrimientos.
Tras dos años de creciente expectativa, el típico episodio inicial sirvió para contextualizar, como siempre lo hace, pero le faltó generar más incertidumbre.
Apenas nos dejó preguntas de menor importancia al estilo de ¿Qué arma quiere Arya? ¿Cómo interpretarán en Invernalia la llegada de Jaime y luego de Theon? ¿Bronn aceptará la orden de Cersei y traicionará a sus amigos Lannister?
Y otras trascendentes, aunque ya sabíamos que ocurrirían, como esta: ¿Sam Tarly y el Cuervo de Tres Ojos harán público que Jon es Aegon Targaryen o mantendrán el secreto?
El tráiler del s08e02 ya nos adelantó que Tormund Matagigantes regresa a salvo. La duda queda en si Edd el Penas y Beric Dondarrion salen con vida de Last Home.
Tampoco vimos a Ghost ni la Compañía Dorada llevó elefantes a Westeros. Esto también los sabíamos, porque la producción se había excusado al decir que no tenían presupuesto. La justificación más tonta para la serie televisiva más grande de la historia.
Para amenizar, hubo chistes de Tyrion sobre la ausencia testicular de Varys, de Qyburn sobre la posible sífilis de Bronn y el suspiro de Drogon al presenciar la escena amorosa entre su madre y su primo.
Fallecieron en pantalla unos pocos guardias anónimos de Euron Greyjoy, como si a alguien le importara.
Y el momento tenebroso, el clímax, estuvo en la espeluznante muerte del pequeño Lord Umber, descendiente de la Casa que puso a Rickon Stark en manos de Ramsey Bolton; mató a su lobo huargo, Shaggy; traicionó a Jon Snow y cuyo líder encabezó la infantería en la Batalla de los Bastardos y estuvo a punto de matar a nuestro querido Tormund. En resumen, era un niño, sí, pero ni lo conocíamos ni le teníamos especial cariño a su familia.
Lo que sí nos dejó el primer capítulo fueron ganas de ver acción, conspiraciones, enigmas y de sufrir. A eso nos acostumbraron, ¿o no?
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