A los ojos de un citadino, Caibarién es un pueblo que corre varios cuadros más despacio de lo normal. El andar del día se percibe soporífero, los ruidos no abundan, y la gente se mueve con una parsimonia insospechada, como si no importara el paso de los minutos.
Otra cosa es el trato de la las personas, que resulta sorpresivamente agradable para un oriundo de La Habana. Téngase en cuenta que cuando se ha vivido toda la vida en la capital, cualquier muestra de amabilidad tiende a mejorar la imagen que uno tiene de sus coterráneos.
Este rincón costero tiene muchas capas. Localizado al norte de la central provincia de Villa Clara, Caibarién es mucho más de lo que muestran sus aceras casi inoperantes, el agua albañal que corre pegada a la orilla de varias calles, o esa cara deteriorada que el tiempo, la naturaleza, y el hombre y su desidia, le han llevado a mostrar hoy.
Este pueblo, tomado con frecuencia por un simple tránsito hacia la paradisíaca -y económicamente inalcanzable para el cubano de a pie- cayería villaclareña, se deja querer poco a poco.
No queda demasiado claro el origen de su nombre. Aunque para la mayoría es sencillamente la unión de las palabras Cayo-Barién, algunos piensan que los indios la llamaron así desde mucho antes de su fundación oficial. Se dice que alrededor de 1513, Pánfilo de Narváez y Fray Bartolomé de las Casas pasaron muy cerca de ese punto, cuando se detuvieron en Cayo Conuco de camino al occidente de la Isla.
Los primeros años de Caibarién
Sobre 1819 sucedió el hecho que cambiaría su historia para siempre. La apertura del puerto, para sustituir al de Tesisco, que había sido clausurado por no ser demasiado práctico, y mucho menos seguro, marcó el futuro del pueblo.
Entonces Caibarién era solamente un hato de ganado, pero ya para los años 30 la gente empezó a asentarse, construir viviendas y a dividirse. Los que habitaban más cerca de la playa tenían más afinidad con Emilio Parrado, mientras que los de “arriba”, estaban generalmente asociados a Narciso de Justa. Así surgieron los bandos de parradistas y justistas, cuyo legado terminaría reflejándose de alguna forma en La Loma y La Marina, rivales cada año en las tradicionales parrandas.
La conocida como Colonia de Vives fue establecida en papel el 26 de octubre de 1823. Su trazado original, de 42 manzanas y 10 solares, nació de los planos creados por el militar español Estratón Bauzá. El ibérico diseñó todo «a escuadra», al punto de que si camina usted por el pueblo notará que resulta casi imposible perderse. La conocida estructura laberíntica presente en otros lugares de la geografía cubana, como es el caso de la vecina San Juan de los Remedios, aquí no es un problema.
Don Hipólito Escobar Martelo fue el primer alcalde designado para regir en la localidad, que a ritmo exponencial empezó a florecer, para sorpresa de propios y extraños. Para la década que inició en 1850 se crean el cementerio y el central. Llega el tren y empieza a llenarse la zona portuaria de diferentes almacenes. El auge del comercio convierte a los pueblerinos en gente próspera, y sobre todo, soñadora.
La época dorada
A la altura de 1930 Caibarién está en la cima. Allí funcionan cuatro hoteles: Unión, España, Sevilla y Comercio, notable este último por aparecer dentro de las guías internacionales de turismo. Hay nada menos que tres cines-teatro (Cinema, Cervantes y Atenas, luego renombrado como América), y dos tenerías: la de Tellechea y la de Casabón-Juni, considerada la mayor productora en toda Cuba y la segunda del continente americano.
Entre la lista de negocios que llegan a funcionar simultáneamente a mediados del siglo pasado, se cuentan dos fábricas de fideos e igual cantidad de las dedicadas a vinos y licores, así como de embarcadoras de miel de purga. Funcionan cinco productoras de losas (entre ellas la de Fernández, merecedora de un premio en la Exposición de Panamá-California, celebrada en San Diego de 1915 a 1917), cuatro molinos de café y arroz y dos de sal, una charolera y más de cien bares. Por si fuera poco, la capacidad de almacenamiento del puerto llega a ser tan grande que impide a los pobladores carecer de la mayoría de bienes necesarios para la vida.
Particularmente notables son dos de los «recuerdos» que todavía perduran de la etapa de «vacas gordas». Son ellos la glorieta del parque, cuya fabulosa acústica es aprovechada cada domingo por la banda municipal para sus conciertos; y la estatua de José Martí, situada al final del paseo homónimo, y réplica -no del todo exacta- que hiciera el italiano Ettore Salvatore de su «hermana», localizada en el Parque Central de La Habana.
Caibarién, un lugar de primeras veces
Para hablar de noticias sonadas, habría que mencionar al primer carro-bomba motorizado que usaron los bomberos de todo este archipiélago. Tal recelo causó su llegada al país, procedente de Londres, que el mismísimo presidente José Miguel Gómez intentó impedir su llegada a la Villa Blanca, alegando que un municipio no podía contar con semejante vehículo -construido en bronce- cuando la capital no tenía ninguno.
Pocos saben que el primer vehículo anfibio fabricado en el país nació allí, y tal vez menos personas han escuchado la curiosa historia del reloj de la iglesia, por la cual podríamos etiquetarlo también como familia de esas especies que pueden habitar tanto el agua como en la tierra.
Resulta que Humbert Bishop, empresario norteamericano con negocios en la zona, decidió comprar una pieza de relojería para colocarla en la solitaria torre del convento local. Así fue que, desde su tierra natal, llegó por vía marítima con un enorme instrumento inglés de cuatro esferas o caras. Todo se complicó cuando el resguardador de aduana quiso cobrarle una suma desorbitada por pasarlo y entregárselo a la sacristía. Al ver que tampoco el Ayuntamiento ayudaría, la decisión del gringo fue tirar aquel «monstruo» al mar, donde estuvo durante tres meses, tiempo suficiente para que no fuera posible cobrarle un medio por ponerlo del otro lado de la costa. Actualmente, el reloj es una de las reliquias del pasado que sigue ahí, y posiblemente sea el único de su tipo en Cuba que aún dé la hora correctamente.
Caibarién ha sido un lugar de primeras veces. Allí se originó la transmisión radial que dio inicio a una nueva era en las comunicaciones en todo el país. El protagonista fue Manolín Álvarez, padre de los radioaficionados cubanos, quien en 1917, desde su planta emitía señales para toda la zona. Él mismo se dedicó, micrófono en mano, a narrar el duelo boxístico entre el estadounidense Jack Dempsey y el argentino Luis Ángel Firpo, contendientes el 14 de septiembre de 1923 por el título mundial de los pesos pesados.
Personalidades que engradecen la ciudad
Si hechos interesantes hay para contar, también personalidades célebres que han tenido al pueblo, ora como cuna, ora como tierra preciada. Entre sus hijos ilustres están el escultor Florencio Gelabert, autor, entre otras obras del Cangrejo que da la bienvenida a los visitantes a la entrada de la villa. Nacieron allí músicos como Manuel Corona, creador de Longina, y su colega Ramón Castro Herrera, aquel compositor que le pidió a María que se pintara los labios.
Aunque menos mencionada, de allí es oriunda la patriota María Escobar Laredo, congratulada por Máximo Gómez con los grados de coronela del Ejército Libertador, por sus aportes a la causa independentista durante las tres décadas de lucha contra el dominio colonial.
Si dos artistas inmortalizaron la era dorada de Caibarién fueron Martínez Otero y Leopoldo Romañach. El primero, fotógrafo español que se «aplatanó» allí y vivió capturando con su lente la prometedora realidad que alguna vez se respiró en su segundo hogar. El otro, nacido en el centro, en Sierra Morena, pintó la mayoría de sus mundialmente conocidas marinas inspirado en el litoral caibarienense.
Caminaron por sus calles dos genios de las letras como Federico García Lorca y Gabriela Mistral, atraídos por la ilustración que se percibía en la existencia de grupos de teatro como el Arena-Zaragoza y el bufo de marionetas del inquieto Cándido Pérez, fuerte crítico de la realidad social.
La cocina de Caibarién
Si de cultura se trata, no puede pasarse por alto la cocina local. Pescadores al fin, los productos marinos son de las delicias más exigidas, sobre todo los enchilados de mariscos y el macabí, especie conocida por ser materia prima de las sensacionales pulpetas.
Una verdadera lástima es constatar que hasta este tiempo tampoco ha logrado sobrevivir en Caibarién el plato más típico de la región, nombrado como salsa de perro. Su historia cuenta que fue elaborado por primera vez por un cocinero apurado por salvar a un cliente de la inanición. Se dice que en el calor del momento, aquel hombre juntó todo lo que le sobraba: leche, varias salsas sin aprovechar y algunos peces perro. Precisamente este último ingrediente terminó por bautizar esa suerte de ajiaco, capaz -de acuerdo a la leyenda- de convertir a un moribundo en un hombre agradecido de poder caminar entre los vivos.
Por suerte, y por otras cosas de la vida, todavía en Santiago de Cuba puede comerse una «salsa» de estas, pues su exportación a tierras orientales gracias al primer secretario del Partido, Lázaro Expósito, nacido y criado en el poblado costero, es de momento la única razón de que se siga conservando -y pueda saborearse- el mencionado manjar.
Cerca de los dos siglos de existencia
Cerca de cumplir 200 años -la fecha será cerrada en 2032-, Caibarién sobrevive. Su gente, callada y amable, viaja de un punto a otro del pueblo casi siempre sobre dos ruedas, ya sea en bicicleta o motorina. Incluso, cuando no se atisba ni de lejos que pudiera volver la sonrisa de otra época, se nota que al menos no habitan todavía en ninguna de las bóvedas mortuorias de su notable cementerio muchos de los ritos que forman su ADN, como son las espectaculares parrandas.
No obstante, sí hay que decir que yacen sostenidas por la estática milagrosa las ruinas del hotel Comercio, la Casa Colonial, el Cinema y otros tantos edificios históricos, cuyo inminente colapso no preocupa tanto como el olvido de que alguna vez estuvieron allí.
Por otra parte, el Liceo y la imprenta, bellos y respectivos ejemplos del eclecticismo y del art decó, bien podrían tomar ese camino antes de lo que se imagina. De los dos, el primero se halla en el más preocupante estado, luego de que se detuviera el proyecto que planeaba convertirlo en hotel, a causa de fallos estructurales que podían haberse previsto con un estudio responsable y que, a la vez, habrían evitado que a día de hoy el Museo Municipal no tenga sede, ni tampoco el Radioclub, por citar un par de ejemplos.
Falta hace que alguien recuerde que el foco no siempre ha de estar en los centros, de donde Caibarién seguirá estando muy lejos por el momento. Tendemos a idealizar los aniversarios señalados como si se tratara de una etapa de salvación, pero lo cierto es que el tiempo pasa y es mucho más cruel cuando nos olvidamos de mantener en pie lo que nos ha traído hasta aquí. No podemos esperar un siglo entero para darnos cuenta de que nos toca rescatar la memoria. A veces -y ojalá no sea este el caso- acostumbramos a llegar tarde.
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