Una noche de un octubre casi muerto de 1989, un hombre (si lo fue) entró en un bar gótico en la ciudad alemana de Frankfurt. Llevaba el pene escondido entre los muslos, como un animal humillado por el origen de su naturaleza. El pelo largo, oscuro como un siglo pasado, apuntaba hacia el sur. Y justo en esa dirección miró Holger —un músico joven fanático a las schauerroman alemanas y a los textos de Mathews Lewis—. Y luego levantó la mirada y vio las uñas corvas de aquel animal moribundo sobre la barra. Le tendió una mano y una palabra. Y, suponemos, el animal dijo su nombre: Varney.
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No es mujer, tampoco un hombre. Es apenas un molde de plastilina blanca, un andrógino que transcribe en partituras la música profana de las sombras.
Su segundo nombre artístico viene de un libro; su cuerpo, de otro planeta. Ella, en su conjunto: Anna-Varney Cantodea.
Del resto no sabemos nada: ni su nombre real, ni la fecha de nacimiento ni su residencia en la tierra. Por sus canciones, sabemos que vive en algún lugar de Alemania, con espíritus a quienes llama “The Ensembles of Shadows”.
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Una adolescencia antes, a años y leguas del bar gótico de Frankfurt en 1989, Varney quiso morir.
Su piel de niño ya no pudo aguantar las marcas punitivas del arte neoimpresionista de su madre: puntillismo por equimosis, técnica lograda usando como pincel una toalla anudada en la punta.
El flagelo aplicado por su madre exorcizó sus formas de hembra, su envidia de senos y nalgas agudas. Y, aunque finalmente huyó de las palizas, jamás pudo hacerlo de su cuerpo.
Entonces una noche de un octubre casi muerto, Varney quiso morir. No halló una iglesia, así que entró en un bar quizá para tomarse una copa, quizá para sombrear con el rímel la reacción adversa de las benzodiacepinas sobre sus ojos. No lo sabemos nosotros, pero Holger sí. Él habló de cantantas y clavicordios y a ella le tembló el cuerpo dentro del vestido estilo victoriano; él dijo música, y ella sonrió en clave de sol.
Y dos horas más tarde, Varney ya no quería morir. Luego de Händel y Bach, después de una coma en la cita de un verso de Hölderlin, Varney sufrió la primera de sus transfiguraciones. Fue por vez primera Anna-Varney Cantodea: la diosa cantora.
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Debutó en 1989 y nombró a su proyecto “Sopor Aeternus”, un sueño que no termina. Nunca ha ofrecido conciertos, al menos “no para audiencia humana”. Tampoco permite entrevistas personales ni el contacto con la gente. Se dice vive en un búnker abandonado, o en una catacumba en donde nace su voz, tan triste, exudada de muerte, como el llanto de un ángel mancillado.
Otros pocos datos conocemos: ama la estética de la danza butoh, lee filosofía existencialista y lee a Poe. Sabe posar. Y se alimenta, aunque poco, para lucir siempre blanco, eternamente descompuesto, su cuerpo de posguerra.
Genial que hayan más personas en Cuba que sepan de sopor aeternus.me hace muy feliz.