De los primeros años de escuela todos tenemos varios recuerdos que nos marcaron. A algunos puede ser que les resulte agradable volver a esa etapa de pañoleta o distintivo, durante la cual surgieron, además, vínculos emocionales que se mantienen hasta el día de hoy. Para otros, ese “regreso” puede ser más complicado e, incluso, llegar a lo traumático.
En aquella época, nuestra vida se resumía a partir de ciertos instantes, casi siempre asociados a rituales como la hora de la merienda, o ver quién sería “capi uno” y “capi dos” en el momento de elegir los integrantes de los equipos de pelota. También se quedaron ahí el sudoroso correteo en la hora del receso, la imposibilidad para mantener en secreto el nombre de la persona que te gustaba, los papelitos dejados o encontrados debajo de la mesa, con mensajes del tipo “¿quieres ser mi novi@?”, los regaños de la profe por conversar y reírnos en turnos de clase, el desespero por el timbre de las 4:30…
Cualquiera podría decir que entonces la vida era más simple, y no se equivocaría al pensar que éramos más felices. Para suerte nuestra, no tuvimos que preocuparnos por celulares, luncheras, pomos de agua “cómicos”, videojuegos inalcanzables, y mucho menos por dinero para la merienda porque, simplemente, de ese no había casi nunca. Nos bastaba con tener un rato libre de clases para pasarlo contándonos películas de terror, inventarnos historias de todo tipo, o gestar planes que eran poquito más que imposibles. Sin embargo, también es cierto que, aunque no lo parezca, el mundo de un niño de 11 años no es tan sencillo.
Puede suceder que con el paso de la edad algunos olvidemos el enorme dilema que entrañaba el hecho de que cada septiembre tu mochila y tus zapatos regresaran a clase como el monstruo de Frankenstein, llenos de costuras y remiendos. Tampoco quizás recordemos cuando el pan solo tenía aceite y sal adentro, lo cual significaba que había que entrarle sí o sí al almuerzo con tal de que las baterías tuvieran carga hasta la hora del timbre de salida.
Como tampoco había Facebook, Twitter ni nada parecido, para enterarnos de lo que pasaba a nuestro alrededor había que sacarse algo de debajo de la manga. Supongo que buscar al creador o creadora del chismógrafo sería a estas alturas un sinsentido, pero seguro que si el tal Zuckerberg lo encuentra, le va a dar las gracias por haberle adelantado en algo el trabajo.
El susodicho “artefacto” era una mezcla poco ortodoxa entre libreta ociosa y base de datos. En su interior podíamos hallar contenido que la gente de Google, siempre tan interesadas en saber qué quiere quién, hubieran calificado como material de primera. La cosa iba de poner en la primera página un cuestionario lleno de preguntas que iban desde el color preferido hasta tu interés romántico. Cada quién respondía, doblaba la hoja, ponía su nombre y, así, dejaba “localizables” sus respuestas. Podías pedirle a cualquiera que te “firmara” el tuyo, pero no siempre era tan fácil como eso. Ahí es donde se complicaba la cosa.
Si querías saber a cuántos de la escuela había besado fulanito o menganita, o la persona que le removía el estómago en ese momento, tenías que revisar uno de estos. Por tanto, si te interesaba estar al tanto de los chismes de X o Y, y esa persona no quería escribir en tu “librito”, tenías que negociar con otros que sí los tuvieran incluidos dentro de sus confesionarios personales. Vamos, tráfico de información de toda la vida. El precio podía ir desde otro secreto, hasta la preciosa mitad de tu almuerzo/merienda.
También había una dosis de factor sorpresa. Como todos sabían cuál era el mecanismo, a veces los más pícaros solían practicar la desinformación, y no pocos ilusos le “dispararon” a alguien que en realidad no se había fijado en ellos. Contrainteligencia al mejor estilo de Ian Fleming, o si lo prefiere, a lo Yulián Semiónov. Técnicas y mecanismos que la KGB, el MI6 y Mossad hubieran tomado como patrón, de no ser porque les daría vergüenza reconocer que todo se le había ocurrido a una panda de niños aburridos en una lejana nación del Caribe insular.
Todavía hay quienes guardan estos preciados objetos en algún lugar de la casa, posiblemente ocultos debajo de esa capa de olvido que suele venir con los años y las cada vez más frecuentes complicaciones de la vida moderna. Por si es usted alguno de esos, le recomendamos ahora mismo dejar lo que está haciendo y ponerse a excavar, no vaya a ser que termine por descubrir una pieza digna de estar en una vitrina. En todo caso, sea o no museable lo que encuentre, seguro tendrá la diversión garantizada por un buen rato. Al fin y al cabo, no todos los días se desentrañan misterios como esos.
P.D: ¿Tú también tuviste o firmaste un chismógrafo?
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