A veces trato de imaginar qué pasaría si el demonio del piso inmediato superior se despetroncara por la baranda. Quizás la vieja de al lado, chismosa e indeseable como es, llamaría a la policía antes que a los paramédicos y emitiría por el auricular un parte completo de lo que pasó y lo que tal vez no, pero quién sabe.
El bonachón de abajo al fin terminaría su informe. Todos conocen que la vieja tiene talento empírico; él no. Se ve que es un chivato de academia, que desde hace meses escribe todo lo que gritan, anota los martillazos, los ruidos… y ahora de seguro enviaría un sucinto mensaje de texto: “Ya ocurrió”.
Yo me asomaría a la baranda sin mucho aspaviento y pensaría: “el muy singa´o se despingó y no llevaba puesto el nasobuco. A saber si tenía algo y ahora lo desperdigó en la calle”. No soporto las negligencias sanitarias. Mátate tú, cojone, pero no jodas al resto.
Para mí, los de arriba son bestias, ni siquiera hablan. Chillan como animales, hacen ruido todo el tiempo como si no comprendiesen la función social de los muebles y los golpearan cada vez que pasan por su lado, porque eso hacen los animales: ir desbrozando el trillo hasta que se queda en tierra limpia. Todos los días pienso que me van a caer en la cabeza. El techo se me descascara, gotea como si fuera una cueva, escucho sonidos extraños y vibraciones y pienso: ¿será que estos jabalíes de mierda intentan escarbar?
Eso son, jabalíes, con los colmillos afuera, con peste, siempre jodiendo un poco más. Coño, si tuviera un güinche.
Los de al lado son vacas. Está el toro viejo, para todos los efectos un buey, que camina arrastrando las patas y muge con cansancio, que mira sin mover la cabeza y que no utiliza la cola ni para espantar las moscas. Hay un par de vacas viejas, todas sonrientes y atentas, y la ternera: callada, obediente… En el eslabón más alto se encuentra la vaca matriarca, la de los tarros más largos y afilados, resabiosa, que pone mala cara hasta cuando ríe y que vigila como si de su lengua larga dependiese la supervivencia del barrio.
Hace unos días me atraganté comiendo pan viejo y a la mañana siguiente los de la pesquisa me tumbaban la puerta. “Disculpa, sé que estabas durmiendo, pero la vecina me dijo que tenías tos”. Y todavía tengo que aguantar cuando dice, haciéndose la vaca mansa, que para ella somos como familia.
Repito: si el demonio de arriba tropieza y cae, no llamará a la ambulancia pidiendo ayuda, advertirá a la policía de que en el edificio 12 345 se acaba de cometer un acto de sangre.
El de abajo, el hurón, después de enviar el mensaje de texto saldría de su madriguera y llegaría entes que todos para olfatear al pequeño jabalí que, con algo de suerte, podría tener los ojos abiertos y respirar asustado. Se acercaría a la oreja de la bestiecilla y lanzaría una serie de preguntas básicas que le permitirían estar al tanto de la situación: ¿Cómo fue? ¿Quiénes estaban contigo? ¿A cuál cerdo fue el último que viste? ¿Crees que te salves?
Ante esta última interrogante, con la boca todavía embarrada de ciruelas, la cría de jabalí comenzaría a chillar por primera vez desde su caída. El hurón diría para sí: “Jum, tal cual imaginé”, se dirigiría a la patrulla recién llegada y con su cara de oficial encubierto les ordenaría a la pareja de azulejos olvidar la vaca y el jabalí padre: “a quien hay que hacerle preguntas es a la cerda colmilluda, que desde hace días gruñe más de lo común”.
Al final no pasaría nada porque, como dicen por ahí, jabalí malo nunca muere. Pero el mal rato nadie nos los quita. La jabalina chillando a niveles ensordecedores, los azulejos locos por irse, la vaca rumiando en voz baja desde el balcón a tiempo completo y el hurón tocando a mi puerta: “Lechuza, ¿te enteraste?”.
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